“Cuando estés mal, cuando estés solo. Cuando ya estés cansado de llorar, no te olvides de mí, porque sé que te puedo estimular”, le canta el whisky al viajero, quien al oírlo le dice “gracias, hacía mucho que no escuchaba ese tema de Fito Páez”, porque es sencillamente un animal. Pasa que los dos, el whisky y el palurdo este, se llevan muy bien, y por eso se dedican mimos. La tradicional bebida acompaña al aventurero en sus periplos desde hace siglos, provocando el enamoramiento. Eso hasta que los apasionados encuentros entre el hombre en cuestión y el ron salgan a la luz, y se arme la podrida. 

No es noticia, el que anda moviéndose de acá para allá siempre tiene un whisky a mano. Lo lleva en un rinconcito de la mochila, para calentarse en noches gélidas o para saborear en cualquier momento de la jornada. Al viajero le gusta el cuerpo y la intensidad del trago referido, y al mismo tiempo su simpleza: ni hielo ni mezclas con gaseosas le hacen falta, va con uno tan puro como es. A ver si alguien no italiano y de menos de 97 años puede decir lo mismo del fernet.  

 

Historia y tipos

Aunque su origen es incierto, se calcula que el whisky nació de la mano de los celtas, en lo que hoy es Irlanda, en los primeros siglos después de la muerte de Cristo. Sin embargo, fue destilado por vez primera a fines del Siglo XV, en Escocia. Con los años, se convirtió en un referente de las bebidas espirituosas, igual que el alcohol de quemar con soda o el Chanel N°5 con naranja.  

Si bien las dos clases más refinadas son las realizadas íntegramente con grano o con malta, la inmensa mayoría de los whiskies que encontramos a la venta son mezclas de uno y otro. Entre ellos destacan el escocés, el irlandés y el bourbon o americano, que a diferencia de lo que uno pueda creer por el nombre, no fue inventado en Bogotá o Asunción del Paraguay, si no en Kentucky, Estados Unidos.  Igual le da al viajero que con que tipo va cargada su cantimplora. Mientras le sirva para acariciar la garganta, está feliz.