Corría 1978 cuando Israel ocupaba parte del territorio del Líbano, matando a más de mil civiles y retirándose en junio de ese mismo año. Para la invasión, los sionistas contaron con la asistencia de una milicia cristiana libanesa llamada Ejército del Sur del Líbano financiada por el propio Israel, a tal punto que esa fuerza irregular usaba uniformes similares a los del Ejército israelí.
En junio de 1982, las Fuerzas de Defensa Israelíes, llamadas cínicamente de esa manera aunque fueron formadas para atacar y ocupar la tierra de Canaán -donde establecerían el Estado de Israel-, volvieron a invadir el Líbano en una operación que, también con cinismo, se denominó “Paz para Galilea”. La semántica suele ser utilizada como arma criminal.
Fue entonces que se produjo una de las matanzas más espantosas e impunes que registra la historia contemporánea, ocurrida en los asentamientos de palestinos desplazados de su tierra ancestral por el propio Israel y situados en Beirut Occidental: Sabra y Chatila. Sinónimo de horror y exponente de lo que significa el régimen sionista.
Los hechos ocurrieron entre el 16 y 18 de septiembre de 1982 cuando falangistas cristianos alentados, protegidos y estimulados en su odio sanguinario por el Ejército israelí ingresaron a los barrios de Sabra y Chatila -campos de refugiados que en realidad tienen la fisonomía urbana de una villa miseria- muñidos de armas de fuego, hachas y cuchillos.
El día anterior, al inicio de la acción, las fuerzas de Tel Aviv rodearon los dos asentamientos controlando todos los ingresos y egresos a los mismos y ocupando varios edificios como puestos de observación de lo que estaba por acontecer.
El macabro observador
El comandante del ejército de ocupación, desde uno de los edificios, observaba con sus prismáticos el ingreso de los perros de presa falangistas a Sabra y Chatila.
Ariel Sharon esbozó una sonrisa cuando el primer grito de lamento palestino estremeció a la tarde de Beirut Occidental. Eran las 18 horas en punto. A medida que transcurrían los minutos los gritos se multiplicaban, aumentaban en intensidad y se confundían con los estruendos de las armas, mientras las bestias se excitaban cada vez más ante los estertores de sus víctimas y el esplendor que iba alcanzando el horror.
Sharon continuaba observando las escenas desde el puesto de mando de avanzada, ubicado en la parte superior de un edificio de cinco pisos, a tan sólo 200 metros de Chatila. Desde allí el futuro primer ministro del Gobierno de Israel, sentado en una como poltrona, se regocijaba ante el “éxito” de la operación.
La luz del día amenguó mientras crecía la matanza. Llegó la oscuridad y fue el momento previsto para arrojar bengalas sobre el teatro del horror. Una enfermera holandesa luego relataría que el campamento estuvo tan iluminado como “un estadio deportivo durante un partido de fútbol”.
Ante la vista de los palestinos que aún sobrevivían, se reflejaban los cuerpos mutilados de niños, mujeres y ancianos, casi todos.
Premio Nobel de la Muerte
Cebados, los falangistas alimentados por Israel continuaron saciando su hambre de odio hasta las cinco de la mañana del sábado 18 de septiembre de 1982, después de dos días y medio de exterminio. Recién entonces Ariel Sharon se dio cuenta de que estaba cansado, se levantó de su poltrona y se fue a la cama. Soñó con una colina en las afueras de Jerusalén, conocida como El Gólgota, y una cruz de donde pendía un palestino llamado Jesús.
Cuando despertó, el comandante maldijo a su conciencia, a ese sueño y desayunó leyendo el “parte de guerra” que confirmaba unos cuantos terroristas muertos en los asentamientos que estaban a tan sólo doscientos metros de allí.
Tiempo después, el Servicio de Inteligencia sionista determinaría que los muertos ascendían a unos 700 u 800, no más. Por su parte, la Cruz Roja contó 2.400 civiles palestinos masacrados. La mayoría había sido torturada, mutilada y las mujeres violadas.
Por entonces, el primer ministro de Israel era Menahem Begin, Premio Nobel de la Paz en 1978. Lavándose las manos, declararía: “En Chatila, no judíos mataron a no judíos... ¿Qué tenemos que ver nosotros con eso?”.
Dos mil años atrás, muy cerca de allí el pretor Poncio Pilatos expresaba algo parecido.
Gabriel García Márquez diría oportunamente que “si existiera el Premio Nobel de la Muerte, se lo tendrían que haber entregado a Begin y a su asesino profesional, el general Ariel Sharon”.
En Sabra y Chatila el sionismo y sus perros falangistas hundieron el hocico en la mayor podredumbre de las miserias humanas.
Rubén Rüedi