Cualquier viajero que llegue al centro de Africa estaría deseoso de conocer a una familia de gorilas de montaña. A no ser que uno sea un peronista extremo, la propuesta se torna de lo más tentadora. Se trata de excursiones guiadas que nos llevan al corazón de la selva, para encontrarnos cara a cara con ellos, nuestros antepasados. Pero los realmente remotos, porque al abuelito lo podemos visitar en el hogar de ancianos, donde fue tiernamente enviado cuando se empezó a hacer pis encima.
Estos seres peludos, de rostro adusto y comportamiento visceral (los abuelitos no, los gorilas), pueden ser vistos en algunos parques nacionales de países como Uganda, Congo y Ruanda. Para ello, habrá que desembolsar primero la friolera de 500 dólares por pera (el precio de la excursión) y tratar de no pensar en la cantidad de matambre, chinchulín y tripa gorda que podríamos comprarnos con ese dinero. Después, seguir las huellas del guía, que a su vez sigue las huellas de los gorilas, quienes a su vez se trepan a los árboles para hacer perder al pelotón, y reírse a sus expensas: “Mirá el gringo ese con el bicho que anda. Hay que tener mal gusto”, le dice el líder de la manada a uno de sus subalternos, quien le responde “uh, uh, uh, ah, ah, ah”, porque es muy chupamedias.
Así y todo, el cónclave se da. Entonces, el grupo de turistas (usualmente no más de ocho por grupo) puede contemplar bien de cerca a estos animales en peligro de extinción e incluso tocarlos e interactuar con ellos. Eso hasta que los gorilas se cansen, les den dos cachetadas bien puestas al guía por arruinarles la tarde de nuevo y se vayan a copular por ahí.