Hasta hace muy pocos días, nada sabía yo de Jorge Bonino. Apenas que había sido un actor “cordobés nacido en Villa María” y que la sala del nuevo centro cultural llevaba su nombre.
Tras leer durante horas todo el material que encontré disponible en Internet y charlar con dos parientes suyos que fueron muy cercanos (Plinio Zandrino y Noelia Stang, que me recibieron con mucha amabilidad para contarme de “Yoyi”), volví a casa con una sensación de profunda desolación. Y es que tanto las caóticas biografías de la red como los testimonios en vivo, parecían dar cuenta más del paso de un fantasma que el de un hombre.
Encuentro cercanocon el hombre de guardapolvo blanco
Una vez más entré en la red, buscando acaso “pruebas más concretas” que me dijeran que Jorge Bonino de verdad había existido. Las encontré. Fueron escasas, pero de un valor incalculable. Dos audios de 13 minutos de duración y un cortometraje (casi un videoclip) sin música.
En el primero, Bonino hablaba en su idioma inventado; en el segundo daba la receta de una pizza casi a los gritos, en un español bíblico aprendido en su infancia cuando escuchaba a los pastores del templo evangélico. Recordé el comienzo de aquella vieja canción pinkfloydiana: “El lunático está en la hierba/ recordando juegos/ collares de margaritas y risas”.
Por último aprecié el único vídeo que conserva una filmación de Jorge para el gran público: “¡Guauch!”, que filmara Marta Minujín en el Jardín Japonés en 1975. Allí, en 5 minutos y 35 segundos, lo vemos asomarse y esconderse tras un paraguas rojo que no cesa de hacer girar sobre su eje; enloquecida rueda de la fortuna que seguramente ya le anunciaba su muerte en un psiquiátrico 15 años después. Luego lo vemos saltando con un abanico en un puente, correteando alrededor de una fuente o tirado “en la hierba” con una flor roja y un pañuelo egipcio en la cabeza, “recordando juegos y margaritas”.
Al final, en un primer plano tremendo que dura más de dos minutos, lo vemos hacer todas las caras posibles en el diapasón facial del animal humano. Y hete aquí que en el rostro de Bonino he visto el rostro del poeta Antonin Artaud y el poeta Allen Ginsberg. Y he visto al escritor Ricardo Piglia cuando se ponía serio y al humorista “Chicharrón” cuando se reía. He visto a Larry, de Los Tres Chiflados, y la cara de un indio Tehuelche. He visto al Dante Alighieri de la estatua, a Ravi Shankar con el cítar y a Salman Rushdie de los versos satánicos. Como si la cara de Bonino fuera todos esos rostros, pero también todas esas culturas, todos esos países, todas esas religiones y todas esas estéticas.
He visto el rostro de Jorge Bonino doblarse en muecas de chiste y de horror y he visto el vértigo de existir precipitándose en caída libre tras sus ojos (porque hay caras que no se pueden hacer si es que algo no está cayendo en picada tras los ojos). Y acaso era la visión momentánea de su muerte que lo ponía así, como ese nuevo color que cayó del cielo y del que habla Lovecraft. Y acaso esa imagen sea la metáfora más perfecta de Jorge; un color humano que no existía hasta entonces y que, como un meteorito absurdo y sagrado cayó al sudeste cordobés del mapamundi.
Amor a la Villa
“Siempre decía ‘amo a Villa María porque acá todas las calles son mías’”, me contaba Noelia por la tarde. Y cuando volvía a casa tras la repetida desolación de las veredas, un hombre de chaquetilla (o acaso guardapolvo blanco como en la célebre foto del mapamundi) dobló en la esquina de una clínica. No quise pensar que era un doctor que estaba de guardia o un enfermero que estaba de turno. No quise pensar con el sentido común porque luego de escuchar durante horas a Bonino y su receta de la pizza, uno se ha dinamitado por un buen rato el sentido común. Más bien pensé que no se trataba de ningún médico, sino que era el propio Jorge que, por algún rebote espacio-temporal de imágenes, se había materializado durante algunos segundos a pedido de mi necesidad en una esquina de su ciudad natal. Entonces, una ambulancia salió de la clínica con la sirena prendida y ya no tuve dudas: aquel aullido era Jorge que gritaba en su lenguaje inventado, que volvía a decir “emparejad el camino que el reino de la enajenada libertad se ha acercado”.
Biografía de un alma
La leyenda dice que Jorge Bonino nació en Villa María un 9 de noviembre de 1935, que en 1956 se mudó a Córdoba con su hermano Eduardo y que a los pocos años se recibió de arquitecto. También que trabajó en Parques y Paseos de la municipalidad de aquella ciudad y que hizo forestar una parte del río villamariense con árboles que aún hoy dan sombra (a esto me lo contó a las pasadas el poeta Normand Argarate).
Hasta aquí, todo normal. Sólo que el muchacho, que jamás había tomado una clase de teatro en su vida, se la pasaba inventando personajes entre sus amigos y estos no podían parar de reírse. Uno de esos personajes era “el Enano”. Y los arquitectos dejaban las maquetas para escucharlo con devoción.
Hasta que un día de 1962 llegaría su primera presentación en público. Sería en el marco de la Primera Bienal Americana de Arte. Resultó que, en medio de una entrevista al pintor ganador de un concurso (e introducido por su amigo y biógrafo Carlos Narvaja) irrumpió Bonino. Y con el tema de “La vaca: estructura organizatoria del rumiante en cuestión”, hizo un monólogo de dos horas sin orden ni lógica, pero de una energía, una sensibilidad y un humor absurdo sin precedentes.
La segunda presentación fue en la Sociedad de Arquitectos de Córdoba y allí realizó el papel de “Popotovna, la reina casquivana de Teluria”. Fue tal el éxito de la puesta, que se vieron obligados a presentarla en el Anfiteatro de la Facultad de Arquitectura, esta vez bajo el título “Popotovna, mon amour”.
Al poco tiempo, en 1965, se presenta en la sala “El Juglar” con el unipersonal “Bonino aclara ciertas dudas”, su primera obra o unipersonal o performance basada en su idioma inventado. A esa función asiste la actriz marplatense Marilú Marini, que en 1966 se lleva a Jorge al Instituto Di Tella de Buenos Aires. Allí, entre la flor y nata de la vanguardia argentina, su director Roberto Villanueva le ofrece cinco funciones que se convierten en meses de gran repercusión. Con “Asfixiones o enunciados” Bonino se gana la admiración incondicional de Marta Minujín y Nacha Guevara y es sacado en andas por el público en la calle Florida.
En 1967 se traslada a Nueva York, donde iba a actuar en un café, pero suspende la función porque, según su testimonio, “el diario que la anunciaba se equivocó de fecha”. Se vuelve a Córdoba sin plata y en 1969 viaja a España y Francia y será en París donde el pintor Antonio Seguí lo impulse a presentarse en la sala de “La Vieille Grille”. Su éxito es tal que el empresario teatral Maurice pasa a ser su representante.
Entre 1970 y 1974, Bonino actúa en Holanda, España, Rumania y Alemania (¡en Rumania, una butaca para ver al villamariense costaba mil dólares!). También es llamado por un congreso de lingüistas de Viena y los académicos lo felicitan y le dicen: “Usted ha dicho en su lenguaje inventado cinco palabras en japonés, ocho en hindú, siete en ruso...”.
Jorge en el cielo con diamantes
Sin embargo, por esos días tendrá una experiencia de la que no volverá jamás: probará LSD. Entonces, su salud mental (que según sus amigos, “ya estaba resentida”) terminará por resquebrajarse del todo. “Me siento emocionalmente desequilibrado”, serán sus propias palabras. Y será el doctor Zandrino quien dirá: “Yo creo que el ácido precipita su locura porque después de esa experiencia se sale de su eje y ya no vuelve”.
Su hermano Eduardo, psiquiatra, lo va a buscar a Europa en 1975 y lo trae de regreso a Villa María, donde enseña expresión corporal en la escuela primaria José Ingenieros. Se siente feliz entre los niños, pero el trabajo le dura muy poco a causa de su inconstancia y su modo inclasificable de trabajar. Su estabilidad psíquica empieza a tambalear y vive con su madre y su hermano.
Ese año, en un intento final por retomar su vida artística, consigue una aparición fugaz en “Piedra Libre”, película de Leopoldo Torre Nilson, donde hace el breve papel de un cura. Luego actúa en el corto de Marta Minujín y presenta dos obras en Córdoba: “Bonino rompe los esquemas” y “Bonino trata de actuar, pero no tanto”. Y quizás este último título sea realmente profético: estamos en el ocaso de su arte.
Bonino apenas tiene 40 años, pero ya es el final. Su quiebre espiritual unido a “una homosexualidad que acaso nunca consumó porque era un ser muy espiritual” (Noelia) y “la locura que se le acentuó, pero que nunca le opacó la bondad y la imaginación” (Plinio) terminaron de minarlo por dentro. “¿Cuándo me di cuenta de que estaba loco? Fue una noche a las 5 de la mañana -cuenta Noelia-. Estábamos en casa de su madre y él se apareció de repente en lo alto de una escalera. Y bajando me dijo a los gritos “el Señor ha decidido purificarte con su sangre y su fuego salvador”; me abrazó fuerte y con un encendedor me quemó el pelo. ¡No sé cómo me salvé del incendio! (risas) Desde entonces, tuve que guardar una distancia hasta física con él”. Sin embargo, estas “salidas” parece que hace tiempo eran parte de su personalidad, porque cuenta el pintor Antonio Seguí en una de las biografías, que una tarde alzó a su bebé y lo sostenía colgado del balcón, convencido de haber conseguido una fabulosa imagen dramática.
“Me daba pena verlo a Jorge hablando en ese lenguaje inventado como un loco -cuenta Noelia-, me parecía que los otros se le reían, que pasaba realmente por demente y no por artista. Yo prefiero acordarme del ‘Yoyi’ lúcido y compañero que conocí, el que siempre tenía un consejo, el que era tan bueno y tan generoso, el que tenía una sintonía increíble con los niños...”.
El testimonio de Plinio es clave también. “Una tarde, su hermano Eduardo decide internarlo en Oliva. Fue una maniobra rara porque nos avisó muy tarde a todos los familiares. Nunca lo fuimos a visitar y de eso nos arrepentimos siempre con Noelia. ‘Yoyi’ no debe haber estado ni un año allá, cuando nos avisaron que se había muerto. Algunos decían que se había suicidado. Fue en abril de 1990 y a su hermano nunca lo volvimos a ver”.
Es su esposa Noelia quien ahora retoma la palabra. “¿Suicidado ‘Yoyi’? ¿Con lo que amaba la vida? ¡No! Yo creo que los que escribieron que ‘Yoyi’ se suicidó no lo conocieron nunca. El era el hombre más vital y más bueno del mundo. Vivía actuando todo el tiempo para los demás, le encantaba cocinar y recibir gente en su casa, que lo visitaran... ¡No! ‘Yoyi’ se cayó de la escalera mientras actuaba. Estoy segura de que fue así. A él siempre le gustaron las escaleras para hacer personajes, como la vez que me quemó el pelo. Estoy segura de que estaba haciendo una obra para los internos, para no verlos sufrir, para que no estuvieran tristes, para que se rieran... y perdió el equilibrio. Eso fue todo...”.
Réquiem para una tumba sin nombre
Hoy ya nada queda de esa obra inconclusa que Bonino quizás hizo en el hospital Vidal Abal para sus espectadores de lujo, los dementes. Tampoco nada queda de esa vida inconclusa por las calles y escenarios. No hay registros fílmicos, apenas algún audio y el recuerdo alucinado de quienes dicen “yo he visto actuar a Bonino”; algo similar a lo que pasa con quienes vieron bailar a Nijinski antes de la esquizofrenia final. Sólo que la tumba del bailarín ruso en París es santuario obligado para los bailarines del mundo, mientras que nadie sabe adónde descansan hoy los restos del actor villamariense.
Acaso de saberlo, muchos estudiantes de teatro irían en peregrinación a presentarle sus ofrendas y sus performances al maestro, a ese profeta que anunció con el tono de los predicadores de su niñez el reino de la vanguardia, el nuevo mundo de la libertad representada por un mapamundi sin países para el cual había inventado un fabuloso esperanto, ese que no estaba inspirado en los preceptos de los lingüistas, sino en el fabuloso lenguaje de los niños que no tiene sintaxis ni barreras, que destruyen la Torre de Babel a martillazos de pura misericordia.
Iván Wielikosielek