Escribe Jesús Chirino
Un grupo de ciudadanos ha abrazado, de manera simbólica, al antiguo edificio situado en la esquina de las calles Mariano Moreno y Corrientes, donde supo funcionar el Colegio Mariano Moreno. Se trata de una construcción que forma parte del patrimonio arquitectónico cultural de la ciudad a la vez que, de manera indiscutida, remite a la historia de esta localidad y su región. El abrazo tiene que ver con el pedido de que no sea derrumbada esa antigua sede escolar. Pero más allá de las ordenanzas que lo prohíben, existen diversas razones para fundar ese requerimiento.
No desligarnos del paisaje
No es que los ladrillos guarden secretos, ni tienen impregnadas las lluvias de los veranos, como tampoco mantienen adherido a su superficie el polvo de esas tormentas de tierra que el viento norte repite todos los años. No, no es en eso donde reside la riqueza de un edificio histórico. Tampoco en sus altas aberturas, ni en los mosaicos que han pisado distintas generaciones que supieron tejer allí sus vidas. Ni siquiera en esos techos que cobijaron niños y adultos de las inclemencias climáticas está la clave. Como tampoco hay muros que sean celosos guardianes de los secretos dichos en horas de clase. En realidad el antiguo edificio del Colegio Mariano Moreno, como tantos otros de la ciudad, es parte del patrimonio arquitectónico e histórico de la ciudad. Y esto es así porque ya forma parte de la vida de la gente de este lugar; desde hace décadas es constitutivo del paisaje de la urbe; su figura está presente en nuestro concepto de ciudad. Está allí, en la punta de nuestra lengua cuando tenemos que describir Villa María y lo usamos como punto de referencia. Así es que podemos encontrarnos diciendo “desde el antiguo edificio de la escuela hacia tal o cual lado”. Nótese aquí que este tipo de referencias no sólo permite el diálogo intergeneracional, sino también la exposición de claves identitarias, pues sólo los villamarienses podemos hablar extensamente acerca de nuestras edificaciones históricas. De su permanencia y cambios a lo largo del tiempo. Crecimos en medio de este paisaje urbano y por ello es parte de nuestras vidas.
El derecho a un entorno familiar
En octubre del año 1975, en Amsterdam, con presencia de delegados de los países europeos se produjo una declaración conocida como “Carta Europea del Patrimonio Arquitectónico”, en la cual, desde una concepción democrática de la gestión del medio ambiente urbano, se confirmó la tendencia a abolir toda segregación jerárquica entre los conjuntos arquitectónicos de mayor interés artístico y aquellos que revisten menor interés desde ese punto de vista. En el prefacio de esa declaración, firmado por George Kahn-Ackermann, se manifiesta claramente que la exigencia de la conservación del patrimonio arquitectónico es “… una exigencia vital, porque está motivada por una necesidad profundamente humana: vivir en un universo que siga siendo familiar, a la vez que integrador del cambio deseable e inevitable”.
Es decir, que la conservación no debe ser sinónimo de conservadurismo, por el contrario, es un instrumento fundamental para el desarrollo de una política de cambio con rostro humano que permite respetar ese valor subjetivo que es el paisaje con el cual está familiarizado el sujeto que pertenece al lugar. La conservación del patrimonio arquitectónico permite preservar la continuidad histórica del medioambiente en el cual nos desarrollamos los individuos. Y, de esa manera, ser respetuoso de la búsqueda identitaria del individuo en el marco de un medioambiente que le facilita construir cierto sentimiento de seguridad ante el vertiginoso ritmo de cambio en el que vivimos. Preguntémonos qué pasaría si la maquinaria demoledora avanzara sobre el antiguo edificio de la escuela Mariano Moreno, la plaza Centenario, la vieja casona municipal y todas aquellas otras edificaciones que hacen a la identidad de la ciudad. Si esto pasara, los villamarienses que actualmente viven en otras urbes ya no podrían regresar a su ciudad porque ésta habría perdido importantes rasgos de su paisaje. Volverían a un lugar que les sería extraño. Pero los que vivimos aquí también sufriríamos la mutilación de esas marcas identitarias de la ciudad y se afectaría nuestro derecho a vivir en un entorno reconocible.
Es hora de terminar con la impronta neoliberal que plantea la desconexión con la historia para que todos sean hechos inaugurales, cuestión que hace negar lo pasado y así desconsiderar la conservación de estos testimonios arquitectónicos profundizando la desvalorización de aquello que conecta con la historia de la ciudad.
