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22 de Octubre de 2013
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Ser madre, el don más precioso
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Ser ma­dre es el don más pre­cio­so pa­ra la mu­jer. Des­de la ges­ta­ción la ex­pe­rien­cia de ser ma­má se agi­gan­ta día a día, creán­do­se un amor in­men­so. Los hi­jos le dan sen­ti­do a nues­tra exis­ten­cia por­que­ son vi­da y con­ti­nui­dad de la hu­ma­ni­dad. Los sa­cri­fi­cios y es­fuer­zos que por ellos ha­ce­mos se des­va­ne­cen con una so­la son­ri­sa y con una de esas mi­ra­das lle­nas de dul­zu­ra y ter­nu­ra que pa­re­cen que pu­die­ran abra­zar­nos con sus ojos.
Han pa­sa­do mu­chos años, sin em­bar­go re­cuer­do ví­vi­da­men­te el día en que na­ció mi pri­mer hi­jo. Se veía tan chi­qui­to y tan frá­gil. ¡Era her­mo­so! Un día que ja­más se ol­vi­da y que cam­bia por com­ple­to la vi­da es el día en que na­cen nues­tros hi­jos.
Cuan­do des­pués de lar­gas ho­ras de do­lo­res y fi­nal­men­te el par­to, se sien­ten mu­chas emo­cio­nes al mis­mo tiem­po que son di­fí­ci­les de des­cri­bir: ex­tre­ma fe­li­ci­dad, mie­do, im­po­ten­cia. Aca­ba­ba de pre­sen­ciar el mi­la­gro más ma­ra­vi­llo­so de la vi­da, el ha­ber da­do vi­da a otro ser. En ese mo­men­to po­co im­por­tan ya los do­lo­res por los que se pa­sa, las náu­seas de los me­ses an­te­rio­res o la ba­rri­ga que cam­bia po­co a po­co nues­tro cuer­po.
Era per­fec­to, be­llo y tan pe­que­ño. Tam­bién nos da­mos cuen­ta de que ser ma­dre no es al­go que se apren­de en la es­cue­la o en la uni­ver­si­dad. El ar­te de ser ma­dre na­ce jun­to con el na­ci­mien­to de nues­tros hi­jos. 
Nos sen­ti­mos inú­ti­les fren­te a los hi­jos re­cién na­ci­dos. No sa­be­mos có­mo ali­men­tar­los con el pe­cho; ni si­quie­ra a ve­ces sa­be­mos cam­biar­le bien un pa­ñal. Cuan­do los te­ne­mos jun­to al pe­cho, sus gran­des ojos nos mi­ran fi­ja­men­te, co­mo si nos re­co­no­cie­ran. Se ven tan pe­que­ñi­tos y tan in­de­fen­sos. Pa­re­cen de­cir "no nos de­jes so­los, ma­mi". De só­lo pen­sar que de­pen­den aho­ra to­tal­men­te de no­so­tras, asus­ta. En ese mo­men­to nos ha­ce­mos mil pre­gun­tas sin res­pues­tas: ¿sa­bré ser  una bue­na ma­dre? ¿Sa­bré có­mo cui­dar­los? ¿Y si se en­fer­man y no sé qué ha­cer pa­ra sa­nar­los? ¿Y si no sé criar­los?.
Pe­ro el apren­di­za­je vie­ne por sí so­lo a me­di­da que los be­bés van cre­cien­do, de la mis­ma ma­ne­ra na­tu­ral en la que uno apren­de a res­pi­rar: ellos nos en­se­ñan a ser ma­dres. Apren­de­mos a re­co­no­cer sus es­ta­dos de áni­mo, a sa­ber cuán­do tie­nen un có­li­co, cuán­do es­tán en­fer­mos, cuán­do llo­ra­ban por ham­bre o por ­qué tie­nen sue­ño, cuán­do quie­ren ju­gar o sim­ple­men­te te­ner una ca­ri­cia nues­tra.
 Cuan­do na­cie­ron mis otros hi­jos un año des­pués, el se­gun­do y años pos­te­rio­res el ter­ce­ro, las co­sas fue­ron más fá­ci­les. Por lo me­nos ya no me sen­tía tan inú­til en el te­ma ma­ter­no, los des­cu­bri­mien­tos en mis nue­vos hi­jos eran di­fe­ren­tes y lle­nos de nue­vas es­pe­ran­zas.
Ser ma­dre me en­se­ñó ade­más a en­ten­der más a mi pro­pia ma­dre, co­mo mu­jer y co­mo ami­ga. Pron­to apren­dí tam­bién que­ to­das las­ pri­me­ri­zas pa­san por los mis­mos te­mo­res e in­se­gu­ri­da­des. Pe­ro por so­bre to­das las co­sas apren­dí que Dios fue mag­ná­ni­mo al do­tar a la mu­jer con el ma­ra­vi­llo­so don de ser ma­dre.
Y en esos mo­men­tos de va­ci­la­ción en que du­da­mos de nues­tra fun­ción es bue­no re­cor­dar que no exis­te la ma­dre ideal, co­mo tam­po­co exis­te el hi­jo ideal. Ca­da mu­jer tie­ne su es­ti­lo par­ti­cu­lar de ser ma­dre: al­gu­nas dis­fru­tan ju­gan­do, otras pre­pa­ran­do co­mi­das, otras in­ven­tan­do cuen­tos y can­cio­nes.
Lo esen­cial de la fun­ción de la ma­dre no ra­di­ca só­lo en la can­ti­dad de tiem­po que se les de­di­ca a los hi­jos ni en las dis­tin­tas ac­ti­vi­da­des que se rea­li­cen con ellos.
Ser bue­na ma­dre no es no equi­vo­car­se nun­ca, no es en­ten­der siem­pre lo que le pa­sa a su hi­jo, no es te­ner to­das las res­pues­tas, no es es­tar siem­pre dis­po­ni­ble, no es te­ner ga­nas siem­pre de es­tar con él… En­ton­ces, ¿qué es? Ser bue­na ma­dre es com­pren­der las ne­ce­si­da­des de su hi­jo, aun­que no pue­da sa­tis­fa­cer­las to­das. Es en­ten­der que una de las ne­ce­si­da­des de los hi­jos es te­ner una ma­dre hu­ma­na, con fa­llas y de­bi­li­da­des, pa­ra dar­les a ellos la opor­tu­ni­dad de re­cla­mar, de pe­dir, de de­fen­der­se, de cues­tio­nar, de ex­pre­sar su in­sa­tis­fac­ción, de equi­vo­car­se tam­bién, sin sen­tir que eso los ha­ce peo­res co­mo hi­jos.
Ser bue­na ma­dre es de­si­lu­sio­nar a los hi­jos y aun­que due­la, po­der de­cir­les: “Ma­má es así, hay co­sas que no sa­be, hay co­sas que no en­tien­de, hay co­sas que no pue­de…” y ayu­dar­los pa­ra que pue­dan bus­car en otros lo que no­so­tras no les po­de­mos dar.
 
Centro Integral de Preparación para el Parto
Patricia Rodríguez de Vodanovic
Lic. en Educación Física, Kinesiología y Fisioterapia
MP 5215 - rodriguezpatriciac@hotmail.com


 

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