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15 de Noviembre de 2013
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Anilina Colibrí
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Escribe: Horacio Cabezas *
 
Me perdonará el lector que recurra a este título para evocar la personalidad de un señor que honró la vida política argentina y a las instituciones de la República.
Vivía modestamente con sus propios medios, pero pasando los años las circunstancias fueron menos generosas y debió, por ello, procurar otros recursos.  Desde mediados de la década del 30 hasta su deceso, acaecido en octubre de 1951, su ocupación era tarea tan digna como modesta. Armó su maletín con una variedad de productos cosméticos para uso cotidiano y de consumo habitual. La Anilina Colibrí era en su oferta de mayor demanda y llegó a conferirle un mercado cautivo. El modesto marketing de don Elpidio operaba en algunos bares de la Capital Federal. Su clientela estaba formada por sus amigos y gente que admiraba su personalidad. Llegaba don Elpidio y empezaba el desfile de sus clientes. Era un incipiente autoservice. No había exhibición de precios ni caja recaudadora. El cliente se munía de su elemento necesario y abonaba la compra, dejando un billete de mayor valor que el precio de lo que compraba. No esperaba ningún vuelto. Adiós, don Elpidio, adiós. Terminaba esa jornada y seguía otra, y otra.
Ese era el medio de vida que tenía ese señor de venerable presencia, que lucía su barba blanca al igual que su cabellera, que ya insinuaba una ligera calvicie.
¿Quién era ese venerable señor que ostentaba una modesta vida y guardaba para sí la honorabilidad de su persona? Don Elpidio González, después de haber ejercido cargos de alta jerarquía y responsabilidad en las instituciones de la República, había sido vicepresidente de la Nación en el período en que fue presidente el Dr. Marcelo T. de Alvear, es decir, desde 1922 hasta 1928. El ejercicio de la política lo había alejado de sus estudios de Derecho.
El 28 de septiembre de 1938, a instancias del presidente de la Nación, Dr. Roberto M. Ortiz, se sancionó la Ley Nº 12.512 que acordaba una asignación mensual vitalicia e inembargable de 3 mil y 2 mil pesos, en beneficio de los ciudadanos que hubieran ejercido la presidencia o vicepresidencia, respectivamente.
Notificado don Elpidio González de tan honorable disposición, respondió con toda dignidad y grandeza, en carta dirigida al Sr. presidente de la Nación, su “decisión irrevocable de resignar a tal beneficio por íntimas convicciones de su espíritu”.
Dijo más: “Confío en que, Dios mediante, he de poder sobrellevar la vida con mi trabajo sin acogerme a la ayuda de la República, por cuya grandeza he luchado y, si alguna vez he recogido amarguras y sinsabores, me siento reconfortado con creces por la fortuna de haberlo dado todo por la felicidad de mi Patria”.
Tuvo opción de pasar los últimos tiempos de su vida refugiado en un convento que le abría generosamente sus puertas, pero era muy fuerte el llamado de la calle y se avino a sus inciertos designios.
¿Quién era su amigo en Villa María? Visitaba asiduamente a don Amadeo Sabattini. Cuando entró en trance de muerte, doloroso suceso que aconteció un 18 de octubre de 1951, el Dr. Amadeo Sabattini debió viajar en tren a la ciudad de Buenos Aires para asistir y honrar a esa personalidad. El día coincidió cuando el mismo tren iba colmado por una multitud de ciudadanos que viajaban, también a la Capital Federal, fervorizados de júbilo para asistir a la celebración de un nuevo 17 de octubre. Don Amadeo conversó con ellos, diciéndoles que así como ellos iban motivados por un acontecimiento de alegría, él iba acongojado por la grave enfermedad de un ciudadano que había servido patrióticamente a la República. Uno y otros se saludaron respetuosamente y entablaron circunstanciales conversaciones en el trayecto.
La vida nos ofrece, a veces, curiosas similitudes. El frasco de vidrio que posaba en el consultorio de don Amadeo evocaba, en cierta forma, al maletín vademécum de don Elpidio.
Maletín y frasco tenían en común el cuño de un estilo de vida digna y austera de una y otra personalidad, que habían honrado la vida política argentina y las instituciones de la República.
Refería el escribano Juan Antonio Fiol que siendo él niño, había recibido en su casa paterna a un señor de impactante presencia, quien lo hizo durante una gira política. Era don Elpidio González. Pasaron los años y Juan Antonio también llegó al Congreso de la Nación en calidad de diputado nacional. Despojado de tan honroso sitial por la dictadura de turno, Juan Antonio Fiol resignó también la pensión que le estaba asignada como legislador nacional.
Asignación y pensión fueron sellos que quedaron estampados en la trayectoria de ambos, como testimonio de un estilo de vida de honorabilidad de las personas.
 
Aquí concluye mi relato de Anilina Colibrí. Puede que su contenido sea un mensaje de honorabilidad para muchos y de meditación para no pocos.
 
* Exintendente - Escritor

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