Por Pepo Garay Especial para EL DIARIO
En pocos países del mundo la naturaleza es tan respetada como en Nueva Zelanda. Allá, en ese rincón perdido del sur del Océano Pacifico, al milagro de la creación se lo cuida con esmero. Una tradición que viene desde hace siglos, cuando los maoríes eran los únicos invitados al banquete. Los blancos (o “pakhea”), el 70% de la población actual, se sumaron al agasajo con el desembarco británico, ocurrido a principios del Siglo XIX. Hubo guerras y conquistas, hubo cambios de décadas, injusticias y trampas. Con todo, los vencedores tomaron la posta de los vencidos. Quedaba claro: la anfitriona, la verdadera ama y señora, seguiría siendo la tierra.
Como resultado de aquella filosofía heredada, el suelo de la nación oceánica disfruta de una pureza sin parangón. El amplio portfolio de espacios naturales que cobija viene a hacer valer la afirmación. Y entre ellos, uno que enaltece especialmente las maravillas del país. Es el Parque Nacional Abel Tasman. Privilegio que habita en el noroeste de la isla sur en forma de montañas, bosques, mar y playas. Salir a caminarlo es celebrar la feliz combinación.
Tres días de andar
A la hora de la exploración, las opciones son múltiples. Aunque lo mejor será atarnos al libreto clásico y recorrerlo desde el extremo sur hasta el extremo norte, bordeando la costa y los paisajes más impactantes. El circuito, a ritmo moderado, demandará unos tres días y dos noches.
Marahau marca el inicio de la aventura. Lo primero son carteles y algo de civilización. Después, la principal huella del hombre será la que deja el resto de los peregrinos que se internan en el bosque. Los árboles son fuertes e inmensos, las plantas extrañas y potentes en sus colores. Hay sensación de estar en un ecosistema especial. Luego de unas tres horas de follaje en subida y bajada, la Bahía de Anchorage se adelanta para presentarnos al Mar de Tasmania y su celeste, la arena dorada y los cerros inflados de verde siguiéndole el juego. Espectacular la postal, que irá haciéndose más salvaje de aquí en adelante.
Tras la zambullida o el paseo en kayak, vuelta a la montaña para descubrir algunos arroyos y cascadas que se presentan entre los pasos. A partir de ahora la playa, las piedras y el agua irán acompañando allá abajo, los puentes colgantes y la espesura harán lo propio acá arriba. En el atardecer habrá que acomodarse cerca de la costa para plantar la carpa y charlar con las olas y las estrellas.