En Almafuerte viven 10 mil personas que pasan el día a día como en cualquier otro rincón del interior de la provincia, sin prisas y sin sorpresas. Pero que salen de la modorra, cuando trasladan las almas a la cintura del dique Piedras Moras, con sus aguas cual batallón de frescura, su arena y su inmensidad, ahí se les alegra la jornada y se enorgullecen de tener lo que tienen. Que no es mucho, aunque es un montón. La paradoja se resuelve en la llegada de los otros, los que no tienen el chapuzón tan a mano y al ver ese colosal espejo teñido de sol, envidian a la paisanada.
De fondo, la tenue figura de las montañas da sentido a aquella frase que se cita seguido, esa que dice que aquí es donde “la sierra y el llano se dan la mano”; no le falta verdad a la expresión: a 110 kilómetros al oeste de Villa María, Almafuerte hace saber al viajero que el Valle de Calamuchita y los cerros que lo vigilan andan cerquita, muy cerquita. Aunque eso vendrá después. Por ahora, plantamos sombrilla acá.
No hay que dar vueltas: el espíritu y la miel del municipio están en el Piedras Moras. Son una decena de cuadras desde el centro y el espectáculo queda servido. Las playas, colchones dorados, sirven de platea para admirar el cuadro: el agua como artífice de todo, las siluetas montañosas detrás de la alfombra azul, las arboledas al costado, el movimiento de gente al lado. Locales y foráneos comulgan mezclados, con la movida veraniega (que se extiende durante buena parte del resto del año) a flor de piel. Los paradores se encargan de ofrecer lo imaginado: comidas, bebidas, alquiler de reposeras y los etcéteras del caso. Canchas de vóley y picaditos de fútbol improvisados aumentan el color. Lo mismo hacen quienes se solean en embarcaciones a remo (las a motor están prohibidas) o tablas de windsurf.
Sin embargo, el verdadero embrujo lo sigue corporizando la zambullida. Hay que nadar, hay que mojarse la existencia para saborear los placeres elementales que regala Almafuerte. El dique, a los ojos del viajero, está para eso. Con todo, su objetivo “oficial” es abastecer de agua potable a las poblaciones de la región y generar energía.
Buceando por el pueblo perdido
Bajo la superficie del Piedras Moras hay otro universo por ser descubierto. La inauguración de la obra, en 1979, significó también la inundación de toda una comuna, conocida como El Salto. Hoy, buzos de todo el país dialogan con los restos del caserío, que desde hace casi 35 años habita las profundidades.
Arboles, viviendas enteras, una iglesia, un puente, un cementerio y hasta una usina construida en 1914 duermen el sueño eterno entre algas y millares de peces (pejerreyes, dientudos, bagres, tarariras y carpas), para delirio de los incrédulos espectadores (que deben ir acompañados por buzos experimentados).
Mucho menos grandilocuente resulta el resto del tour por la ciudad. Suma puntos el paso del río Calamuchita, sobre todo en el sector del balneario municipal, dueño de piletas, asadores y áreas de acampe. Asimismo, vale la pena caminar un poco y descubrir espacios históricos tales como la Casa del Fundador, la Casa Carranza (construida en 1885), el pequeño pero sugestivo Canal Molina (1892), la Iglesia del Apóstol San Pedro y la antigua Estación de Trenes (1913).
Después, habrá que volver al Piedras Moras. En su extremo oeste (a unos cinco kilómetros del centro), se divisa con claridad la isla que es reserva natural. Desconocida para la mayoría de visitantes, reúne en sus 33 hectáreas de extensión una importante cantidad de patos, garzas, cisnes y reptiles, así como algarrobos, talas y chañares. Buen rincón para quedarse viendo como cae la noche, entre la sierra y el llano.