No voy a ser hipócrita: si aquella noche hubiera estado en Córdoba, me habría muerto del miedo. Y también, seguramente habría adoptado el discurso que ha dominado las formulaciones mediáticas del día: los saqueos fueron producto de un grupo de delincuentes, negros y villeros que, por sobre todas las cosas, son desadaptados sociales y violentos sin remedio. Sin embargo, con un poco de distancia temporal-espacial y las herramientas teóricas que adquirí, porque tuve el privilegio de estudiar, me gustaría exponer algunas ideas que estuve pensando mientras, con tristeza, asistía a los acontecimientos del día.

Saqueos en Córdoba: durante los años 2007-2008 estuve estudiando junto a dos colegas las políticas públicas de reorganización urbanoespacial de la provincia de Córdoba. El Gobierno de Schiaretti culminaba por entonces con un proceso de relocalización de villas de emergencia ubicadas en las zonas céntricas y pericéntricas de la ciudad de Córdoba y estaba inaugurando con bombos y platillos lo que -no inocentemente- habían decidido llamar barrios-ciudades. Cada barrio-ciudad era una auténtica unidad urbana con servicios de agua, gas, electricidad, escuelas y dependencias policiales, pero había algo que no entendíamos bien: ¿Por qué habían decidido llamarlos barrios-ciudades? ¿Acaso una ciudad no es una entidad urbana diferenciada?

Después de algunos meses de investigación empezamos a entender todo un poco más. Los barrios-ciudades tenían un objetivo bien concreto: ocultar a la pobreza visualmente, desvincularla en términos de presencias y, por macabro que suene, ghettificarla. Sí, ghettificarla como a los judíos en Alemania o a los afroamericanos en Estados Unidos; ghettificarla en términos simbólicos, en un territorio determinado -lejos de la ciudad- a la fuerza y reafirmando la tipificación racializadora que todos asumimos acríticamente: que son unos negros villeros, vagos y violentos, repletos de inmoralidad. Pero aquí surgía lo más espantoso: al igual que en la Alemania nazi, era el Estado -como aparato de clase- el gran productor y modelador de desigualdad y marginalidad urbana. Era el Estado provincial, en este caso, el que determinaba quién quedaba relegado, cómo, cuándo y durante cuánto tiempo. Era el Estado provincial, cada vez más penal y menos social, el motor de la estratificación cordobesa, que desplegaba políticas públicas a partir de una enorme masa de burócratas y un elefantiásico aparato represivo-policial.

Por entonces, ningún medio cubrió la violencia que supone ser relegado a un barrio-ciudad. La violencia que supone no tener empleo, ir a una escuela que contiene, pero no enseña, o vivir en un barrio urbano-marginal que se ve sometido a una constante desinversión pública y empuja a sus habitantes a (sobre)vivir a partir de las economías informales de las drogas y la prostitución. Ningún medio se preocupó por entrevistar a uno de estos negros, porque seguramente no hablan con la propiedad de un ciudadano educado -al que el Estado le pagó la Universidad- y porque el discurso de la seguridad en la Argentina está monopolizado por la clase media y sus preocupaciones. Ningún medio quiso hablar de la violencia que supone no poder definir más tu propia identidad porque ya te la ha definido el Estado (y la sociedad): sos un negro villero, un vago que vive del asistencialismo de un Estado que, paradójicamente, también te condena.

Durante estos días los medios cubrieron la violencia en las calles cordobesas porque afectó a los de mi clase, a los de la clase media, a los que pueden hablar frente a un micrófono con coherencia, a los que tienen un trabajo seguro, un sueldo a fin de mes y no necesitan un plan social para (sobre)vivir. Ayer y hoy, los medios de prensa cubrieron la violencia en las calles cordobesas porque fue una violencia burda, evidente y primitiva; una violencia que no es justificable, pero que pocos entienden. Una violencia que es el último eslabón de una cadena de violencias a la que los negros violentos han sido sometidos a lo largo de toda su vida. Una violencia que se manifiesta en su forma más cruenta cuando el Estado, el actor más violento de todos, deja de reprimir por algunas horas.

Lamento profundamente las pérdidas de los comerciantes y trabajadores, de los estudiantes y los obreros. Lamento el miedo que muchos han pasado, la desesperación de saberse impotentes y los daños materiales. Y también lamento el accionar de las personas que fueron violentas durante un par de horas, pero que serán sometidas a mucha y más violencia durante toda su vida.

 

María de los Angeles Lasa

Analista villamariense, doctorado en Ciencias Sociales y electa como Joven Líder Global en Estados Unidos