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5 de Enero de 2014
DESTINOS/Chile/Isla Negra
La musa de Neruda
De la diminuta aldea del litoral del país trasandino, el genial poeta hizo su lugar en el mundo. Los inspiradores paisajes, con el Pacífico de protagonista, explican la elección
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Por Pepo Garay - Especial para EL DIARIO
 
Desde Villa María, siguiendo constantemente rumbo al oeste por unos 1.060 kilómetros, está el océano Pacífico. Primero hay que cruzar San Luis, Mendoza, la cordillera, llegar a Chile, pasar por Santiago y celebrar el encuentro con la costa. Vale la pena, sobre todo cuando aquel abrazo está auspiciado por pueblitos como Isla Negra. Casi un barrio de la comuna de El Quisco, que acumula fama por sus inspiradoras postales de playa, y por haber sido hogar de un tal Pablo Neruda. 
Al poner pie en la aldea del litoral central chileno, uno se da cuenta de los argumentos a los que el poeta chileno echó mano para instalarse. Un espacio extraviado y melancólico, desentendido de las rabietas de la civilización, que quedan a la espalda, casi invisibles. Aquí sólo hay sitio para contemplar, para iluminarse. Para concentrarse en el golpeteo de las olas sobre las rocas, esas que tan bien definen el semblante de la localidad. Al lado, la arena gruesa sirve para recostarse y disfrutar del mar y sus cabriolas. 
 
El peñasco, la casa
 
Isla Negra miente con el nom-
bre, ya que de hecho no es una isla. Al título se lo puso el mismo Neruda, obsesionado con una roca negra que se perdía en el mar y que él miraba desde su domicilio. En ese peñasco dominado por la antigua vivienda del escritor, radica la esencia del lugar. En la piedra de abajo, donde rompe el océano y las gaviotas revolotean buscándose la vida. A partir de este punto, la playa se extiende dando labor a los ojos. Baños de día, reuniones con fogata de noche, la zona es la elegida por aquellos que no quieren saber nada con balnearios donde encontrar un rincón libre para tirar la toalla es odisea. Atrás, bosquecillos  de pinos alfombran la parada, con la brisa marina acariciando voluntades. Un puñado de viejas casonas asiste sin alardes. El ambiente, queda claro, se perfila más para la bohemia. 
Esa sabia fue la que le hizo decir “Aquí me quedo” a Ricardo Eliézer Neftalí Reyes Basoalto. El mismo que se hacía llamar Pablo Neruda y que en 1939 compró la casa que luego reformaría, para convertirla en su lugar en el mundo. Se trata de una construcción sencilla en la apariencia, piedra y torre sobresaliendo, pero cargada de evocaciones y simbolismo en el interior. Esculturas, cartas, colecciones, retratos y objetos personales del genial artista divagan por las salas comunes,  con cantidad de detalles en cada muro, mesa y rincón. En el piso de extrañas figuras, en los techos, en las colecciones de caracolas, en los baños con figuras de mujeres denudas, se aprecia el carácter extravagante y hasta pícaro del nacido en Parral, quien en el domicilio también solía brindar reuniones y animadas fiestas con sus amigos intelectuales de Chile y el mundo. Con todo, el dulce está en la habitación principal. Una fabulosa alcoba que cautiva con el inmenso ventanal que da al Pacífico, a las rocas y a las musas del gran poeta. No en vano éste fue el inmueble donde del Premio Nobel creó más composiciones.   
Allí pasó buena parte de su vida quien es considerado uno de los más grandes poetas de toda la historia, desde mediados de la década del 40 hasta que se despidió del respirar, en 1973 (con varias idas y vueltas en el medio). Sus restos descansan en los jardines de la casa, junto a los de su esposa, Matilde Urrutia. Cerquita andan los arcos, el trencito, las esculturas de madera, la barcaza, las campanas, la vista al agua.     
Afuera del museo, la comuna viste callecitas de tierra, puestos de artesanías, pinturas y versos tirados al aire. Son los del habitante más famoso de Isla Negra. 

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