Especial para
EL DIARIO
Poco tienen que envidiarle las sierras de San Luis a las nuestras, las de Córdoba. Lo aseguran ellas mismas cuando a la caída del sol se lucen con sus figuras marcando las alturas, fornidas en vegetación y mechadas de cursos de agua. Se les nota al caminarlas, al contemplarles lo suave de la postal, naturaleza en flor y palparles ese espíritu de armonía y paz que bien les quedan.
Y están ahí, justo del otro lado del límite provincial. En el oeste, donde el Valle de Traslasierra se convierte en Sierra de los Comechingones. Lo que no muda mucho es el paisaje, que a través del Valle de Conlara sigue hablando bien del centro del país. Igual que el puñado de pueblitos que desde Merlo bajan recto hasta La Punilla. Justo a la mitad del recorrido (de 95 kilómetros de extensión), uno de ellos se sienta a conversar de lo que tiene. Papagayos se titula. A continuación, lo que ofrece.
Entre artesanos y cerros
Papagayos es una aldea amable de 800 habitantes que pasan la vida entre laderas que circundan. Lo primero que se destaca del lugar es la cantidad de palmeras caranday que decoran el suelo y que le dan un toque distinto al mirar. Los bosques que forman estas peculiares plantas, que llegan a alcanzar los seis metros de altura, corporizan un paseo en sí mismo. El conjunto es rico en estética y valor natural.
Consecuencia del fenómeno de las palmeras son los artesanos de la zona. Hombres y mujeres, veteranos y no tanto, que con la fibra y la hoja de la planta elaboran todo tipo de elementos, como sombreros y canastos. Para continuar apreciando trabajo hecho a mano vale la pena visitar la fábrica de quesos local y saborear los distintos productos. El par de actividades basta para dejar en claro que acá, el día a día tiene ritmos bien distendidos.
Después del contacto con los quehaceres locales, viene bien sumergirse un poco por la Sierra de los Comechingones. Nada mejor entonces que seguir el arroyo Papagayos y descubrir las bellezas de esta parte de San Luis. El Cerro Pelado a un lado, el Cerro Negro al otro, algún que otro cóndor arriba. Son las referencias a la hora de largarse a caminar montaña adentro. No hay más que seguir el sendero, que coincide con el paso del agua. Van los algarrobos, los chañares, pero sobre todo los molles. Esos ancianos que protegen las laderas de la erosión, con potentes raíces que también ayudan a frenar el aluvión de rocas cuando aparece la crecida. La sombra que generan es un plus agradecido.
El arroyo va cayendo, mostrando la leve subida que espera al caminante. Piedras, playitas de arena, laderas de todas las formas y ángulos se van cruzando en festival de sierras. Es atravesar el curso y subir una roca, guiñarle el ojo a una cascada y plancharse con la cara al sol. Hasta que, tras media hora de camino, aparece una olla, hija del chorro grande. Una delicia en forma de piletón, honda ella, refrescante y muy a tono con el rededor.
Otros puntos que piden atención son el balneario municipal y el Museo Cerro Negro, dedicado a los primeros habitantes de la zona, los comechingones. Pero a no confundirse: la mejor cara de Papagayos está allá, en esa hoya con quebrada que es todo un portento.