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2 de Febrero de 2014
RAMON J. CARCANO
Pueblo agonizando entre la historia y el olvido
Nacido a fines del Siglo XIX como un apéndice de la estancia de los Cárcano, la comuna creció con el paso del tren, la fundación de la escuela y la construcción de su fabulosa iglesia.
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Alcanzó el esplendor en los años 30 y 40 con la hacienda del exgobernador y la creación de puestos de trabajo; pero tras la muerte de su fundador y el éxodo de su familia a Europa, inició su inexorable decadencia. Hoy, sin estación ferroviaria ni dispensario, Cárcano cuenta con apenas 50 habitantes desperdigados entre su calle única y las quintas. Con una veintena de alumnos y dos maestras incondicionales, su “escuelita” sigue siendo el bastión de la resistencia, el corazón que mantiene vivo a un pueblo al borde de la desaparición
 
El viajero distraído que por estos días atraviese nuestra provincia rumbo a las Sierras, se sorprenderá cuando a mitad de camino entre Ballesteros y Villa María divise la silueta de una fabulosa iglesia. Se trata de una fantástica construcción cuya torre-aguja destaca entre los álamos; huella inequívoca del paso de la aristocracia por aquellos lares. Pero si el viajero súbitamente arrebatado por la fascinación le roba unos minutos a su recorrido y decide  entrar en Ramón J. Cárcano, se encontrará con un espectáculo muy diferente al que anuncia su capilla gótica. De hecho, luego de adentrarse dos kilómetros por una avenida de tierra salvaje, se topará con algo muy parecido a un pueblo fantasma; un caserío derruido que se recuesta sobre una calle de tierra a la que día a día le gana terreno la maleza; un abandonado casco urbano que pareciera no recordar su pasado glorioso de hace casi un siglo mientras sus fachadas se caen de a pedazos. 
 
En algún lugar del Sudeste
Una esquina abandonada con ventanas rotas y molduras saltadas (el exalmacén de Ramos Generales de Gambino) guarda en su seno algo de construcción jesuítica saqueada. La estación de trenes, tomada hace años por familias de quinteros, exhibe un caballo atado a lo que alguna vez fueran los barrotes de la boletería. El viejo salón de baile de la “Liga contra el aburrimiento” fundada por el exgobernador para su peonada, se parece a un galpón en ruinas; pero aún guarda un toque de distinción en su ojo de buey con lucerna y en su precioso escudo futbolero tatuado en cemento. Sin embargo, el salón está vacío desde hace años, como si lo hubieran clausurado a todos los bailes de la memoria; esos en donde se conocieron chicos y chicas de los campos vecinos y se besaron bajo sus chapas para luego casarse o irse a vivir muy lejos. Tan lejos que quizás hoy Cárcano sea para ellos un recuerdo tan borroso como el nombre despintado del pueblo en el latón del ferrocarril. 
Siguiendo por la calle única se llega a la escuelita cerrada por vacaciones. El edificio más importante de la comuna duerme una siesta de tres meses envuelta en un sopor de clausura. Y en el silencio atroz de las cuatro y media, parece más muerta aún, como si soñara con el griterío de sus chicos o recordara los tiempos del Mundial, en que una cooperadora escolar le colocó una placa: Leoni, García, Bustamante, Plascenci, Margaría, Cifre, Barchesi y Gheller, son algunos de los apellidos de esos tiempos que ya no están.
Unos metros al oeste se divisa un tractor desarmado en la calle, una casita de ladrillos y barro con el azulejo de una virgen y una antena parabólica clavada en una tapera. Y al fondo de la calle, dos viviendas hechas de madera y naylon cobijan a quinteros bolivianos de paso. Si el viajero aún no se acobardó por esta salvaje postal de abandono, le propongo que se interne un poco más al oeste y entonces tendrá una fabulosa recompensa, ya que verá levantarse como un pequeño duomo europeo a una fabulosa iglesia gótica en medio del campo. Sin dudas, la capilla de Cárcano es una de las siete maravillas arquitectónicas del Sudeste cordobés (acaso habría que agregarle el Palace Hotel, la capilla de San Antonio y la Iglesia Evangélica de Villa María, los canteros franceses del boulevard Roque Sáenz Peña de Ballesteros, el Cine Coliseo de Bell Ville y el puente inglés de Ballesteros Sur; pero se esperan más sugerecias de listas). Esa fachada le hará pensar a cualquiera en una pequeña Notre Dâme vista de frente, pero de espaldas parecerá una iglesia de la saga de Harry Potter, una recámara de Oxford que por azar se perdió en plena pampa gringa. Sin embargo, esta iglesia no fue producto del azar sino de una fabulosa planificación: es el santuario familiar que el exgobernador mandó construir a fines del Siglo XIX para celebrar misa en sus dominios, impartir la comunión a los chicos del tambo y ser enterrado allí junto a sus descendientes en su mausoleo. 
Sin embargo, el viajero casual no debe hacerse demasiadas ilusiones de ver el templo por dentro, ya que la iglesia permanecerá rigurosamente cerrada a lo largo del año. Sólo se abrirá el 17 de marzo, día del cumpleaños del pueblo (coincidente con el de “su excelencia”) para celebrar misa con el padre Trucco. Y entonces, durante algunas horas, bajo una lámpara con velas colgando del techo digna de un castillo de los Cárpatos (si es de día) o al trasluz de sus fabulosos vitrales azulgranas (si es de noche) el pueblo sentirá que vuelve a vivir, que vuelve a tener ritos y una historia, que una vez más Dios se ha hecho presente.
 
Un refresco en el camino
Con mi amigo y sus dos hijos no hemos visto a nadie durante nuestra excursión. Sólo a dos huidizos quinteros bolivianos. Pero mientras retomamos la calle buscando la salida, pasan dos nenas tomando helados. La postal no sería menos surrealista si las encontráramos con sus palitos de frutilla en el Sahara. Les preguntamos a dónde los compraron y ellas nos señalan una modesta casita blanca. En la puerta vemos dos calcos de gaseosas y golpeamos. Es el quiosco de Norma Gómez, el único “abastecimiento” del pueblo. La mujer nos abre con amabilidad y a la vez con un dejo de desconfianza, ya que no nos conoce. Le digo, tras la compra, que quiero que me hable del pueblo. “¿Y qué querés que te cuente?”, me dice. Cómo es vivir en Cárcano, de dónde viene usted, cuánto años hace que está aquí.  
“Hace ya 22 años -dice con inconfundible tonada litoraleña-. Con mi marido vinimos de Entre Ríos a trabajar al campo pero ya no nos fuimos más. Antes trabajábamos del otro lado de la ruta con los animales de la estancia, pero después nos vinimos para el pueblo. Nos gustan mucho los animales y la tranquilidad; aunque ahora el pueblo ya no es más tranquilo; ahora de noche hay que cerrar con llave”.
-¿Y por qué el pueblo ya no es más tranquilo?
-Porque no hay vigilancia y ha habido muchos robos. Hace un tiempo, vino uno que no lo pueden agarrar. Nadie sabe de dónde es, pero de noche se mete en las casas y pide que le hagás de comer, se baña, te roba la ropa y te saca plata. Después se va pero siempre aparece de nuevo. Debe andar escondido. Llamamos a la Policía de Ballesteros, que es el pueblo del que dependemos, pero vienen, están un rato y como no lo agarran se vuelven. 
-¿Y cómo van las ventas de la despensa?
-Mejoran en tiempo de clases pero igual se vende poco. Los bolivianos de las quintas no te compran nada, apenas una cosita y nada más, porque ganan muy mal. De todos modos, ellos no se dan con nadie.
-¿Y cuánta gente queda en Cárcano?
-Unas quince familias. Todos trabajan en el tambo de los Nossovitch, en las quintas o en la estancia. Ahora el pueblo está más movilizado porque ha venido “la señora” y están preparando la fiesta del pueblo para el 17 de marzo. Ese día hacen un asado para todo el pueblo. Antes lo hacían en el salón, pero ahora hace más de diez años que ahí no pasa nada. Yo me acuerdo de cenas de hasta 200 personas. Pero cuando viene “la señora” esto se activa un poco.
Cuando Norma dice “la señora” se refiere a “Baby”, o sea Stella Cárcano, la nieta del gobernador; quien con sus flamantes 98 años sigue siendo la administradora de la Estancia Ana María.
-¿Y cómo está la señora “Baby”?
-Muy bien y muy lúcida. Cuando la agarrás con ganas de hablar te cuenta un montón de historias de los tiempos de su abuelo o cuando vino a visitarla Kennedy, que estaba metejoneado con ella. A este, por ejemplo, la señora lo quiere muchísimo… -Y Norma acaricia la cabeza de su nieto Elio.
Cuando estamos a punto de partir, le pido una foto a la única quiosquera del pueblo y Norma accede gustosa. Posa con sus dos nietos y los animales del corral al fondo. Luego ve cómo nuestro auto se aleja y nos saluda desde una nube de polvo bastante parecida al olvido. Ella sabe que los viajeros distraídos hemos sido nosotros, que casi nadie a excepción de los camiones de la leche entran al pueblo. Al salir con mi amigo a la ruta 9, vemos un pedazo del casco de la estancia y unos fabulosos “Aberdeen Angus” y un poco más atrás la silueta distante de la iglesia difuminada tras los álamos. Esa perla del lejano sudeste que aún se levanta con todo su señorío, esa joya de un pueblo apretado entre la vieja estancia y el tambo como entre el pasado glorioso y el futuro incierto; ese pueblo que se debate entre el éxodo y el aguante, entre la desaparición y la existencia, entre la historia y el olvido.
 
 
Iván Wielikosielek

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