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13 de Febrero de 2014
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Todo por no poner los oídos en el suelo
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Escribe: Rodolfo Terragno
 
 ¿Devaluar es la solución? Depende de cuándo y cómo. Con inflación, la devaluación es flor de un día. Si el dólar sube de 8 a 12, pero lo que vale 8 pesos aumenta a 12, no se gana nada.
 
Con el oído contra el suelo, un "piel roja" siente el débil ruido de un galopar, todavía remoto, y alerta a su tribu: se viene hacia ellos un tropel enemigo. Todos se movilizan y, cuando los caballos de los hombres blancos aparecen en el horizonte, ellos ya han organizado la defensa.  
 La escena pertenece, a una antigua película del Oeste. 
Economistas, políticos y comentaristas argentinos harían bien en imitar al "piel roja", acostumbrándose a poner la oreja en el suelo.
La mayoría se queda sorbiendo alegremante un brebaje, hasta que el enemigo está a la vista
Liderados por los economistas, los otros creen asistir, durante largo tiempo, a una bonanza duradera. 
Casi ninguno advirtió, durante el auge de Martínez de Hoz, el "primer" Cavallo o los Kirchner, que  después de la bonanza se venía, inevitablemente, un cataclismo.
Cuando el cataclismo llega, todos inventan "causas" de lo que no supieron prever.  Los gobiernos recuren a las verdades a medias: acusan a los bancos, denuncian un golpe de mercado o la emprenden contra los intereses económicos "desestabilizantes". Los opositores culpan un día  a las internas en la dictadura, otro día a la renuncia de Chacho Alvarez y ahora a La Cámpora.
Y cuando todo pasó, vuelven a hablar de "modelo", unos con euforia y otros con preocupación. Cuando hay silencio en el aire, nadie quiere poner la oreja en la tierra.
Casi todas las crisis contemporáneas han sido provocadas por la sobrevaluación del peso, que no es un simple problema técnico. Como no es el circulante. Y allí están las verdaderas razones de las hecatombes políticas y levantamientos sociales como los de 2002.
No entenderlo lleva a que, en la memoria colectiva, queden como causa la devaluación o el ajuste, que en realidad son consecuencia de la sobrevaluación y la máquina de imprimir billetes.  
Cambiemos al indio y su oído por un médico. Nos ayudará a comprender mejor esa distorsión.
¿Qué pasa si el médico, por mala praxis, provoca una enfermedad que requiere operación? La cirugía es traumática y dolorosa, pero la culpa del sacrificio no la tiene el cirujano que corta, si corta bien. La culpa primaria la tiene el médico que, en vez de curar, enfermó al paciente.
En economía también hay mala praxis. El gobernante que provoca déficit, lleva a la inflación o mantiene la moneda sobrevaluada, termina provocando una enfermedad que, a menudo, requiere una solución quirúrgica. Por ejemplo, recortar gasto público, que puede afectar a los que más necesitan o reducir el circulante, que achica la demanda y lleva a la recesión o devaluar, que en esas condiciones termina reduciendo los salarios reales. La recuperación del trauma quirúrgico es siempre lenta.
Todo eso se le debe al que dispalfarró, al que emitió sin respaldo y al que le dio anabólicos al peso.
La sobrevaluación tiene -como las drogas- un efecto de corto plazo que produce placer y euforia, sobre todo a la clase media.  En el apogeo del 1 a 1, el Dom Perignon costaba casi lo mismo que un espumante sanjuanino y Punta Cana salía más barato que Pinamar.  
Eso hace creer que un peso fuerte es bueno. Lo sería si el país pudiera producir más con menos (es decir, que alcanzara una alta productividad) y pudiese venderle al mundo cosas a muy buen precio (es decir, que tuviera una alta competividad). En una economía poco productiva y poco competitiva, la moneda es débil. Los gobiernos que la disfrazan de fuerte se hacen muy populares al principio, pero tarde o temprano, viene el desastre.         
 Con un peso inflado se exporta menos, la importación inunda el mercado interno (o hay que ponerle barreras que al fin no han servido de nada) y la producción nacional corre peligro. Pero fatalmente el dólar empieza a trepar. Entonces, la gente que puede sale a comprar "verdes" antes que sean más caros. Y los operadores económicos empiezan a mandar dólares al exterior. Se provoca así una sangría de reservas que los gobiernos tratan de frenar restringiendo la venta de dólares. Se crea así un mercado negro.
¿Devaluar es la solución? Depende de cuándo y cómo se la haga: cuando hay inflación es flor de un día.  Si un dólar que vale 8 pesos pasa a valer 10, pero una cosa que hoy cuesta 8 pesos aumenta a 10, no se gana nada.
Por eso, hoy la prioridad es contener la inflación. Que no se contiene "apretando" a los empresarios, vigilando supermercados u ordenándoles a los sindicatos que no pidan mucho aumento.
Una vez más, Gobierno y oposición se niegan (mayoritariamente) a poner el oído en el suelo. Lo que viene galopando es una inflación mayúscula, que se comerá no sólo la devaluación: se comerá a tajadas el salario.
Con las cuentas públicas en rojo, las arcas de la ANSES asoladas, las divisas que caen y los precios que suben cada día, el Gobierno -que no sabe qué hacer para pagar todos los subsidios que creó- no ha tenido mejor idea que crear uno nuevo. Y a la oposición no se le ocurre más que aplaudir. Se trata de destinar casi 1.000 millones de pesos anuales a fin de que los jóvenes que ni estudian ni trabajen reciban 600 pesos para ir a estudiar o 480 si no quieren  ¿Por qué Gobierno y oposición, que no coinciden en nada, se han puesto de acuerdo en esto? La razón es sencilla: los beneficiarios del nuevo subsidio son 1.555.817 jóvenes en edad de votar. Ninguna fuerza política quiere desairarlos.  
El populismo -cuyos efectos son siempre reaccionarios- no debe ser acompañado. Cortar la energía a la industria para no cortársela a los hogares, reduce las críticas pero conspira contra la economía. Dejar de importar elementos esenciales para que los que tienen plata de más compren dólares, no hace a la justicia social.
Hay progresismo cuando se protege el valor real de los salarios actuales, parando la inflación. Cuando se llega, luego, a pagar mejores sueldos sin que eso desate una crisis. Cuando se crea empleo, no subsidios. Cuando se premia la productividad. Cuando, en vez de pensar en votos, se piensa en la gente.

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