1- El otoño pasado, los diarios de la ciudad dieron cuenta de una noticia tan insólita como poco creíble para el escepticismo de estas latitudes. En un campo de la zona un tractorista se había topado con un inexplicable círculo en el sorgo. Se trataba de un redondel de unos 25 metros de diámetro cuya perfección no admitía la improvisación o el vandalismo. Pero lo verdaderamente asombroso de aquella figura era que no se había producido por quemazón de pastizales, sino que al decir del dueño del campo, el señor N, “algo se posó anoche en mi sembrado sin dañar las plantas, porque la panoja estaba intacta”.
Debo decir que no soy devoto a las historias extraordinarias, precisamente porque la enorme mayoría me parecen fraudulentas a un primer golpe de vista. Sin embargo, admito que guardé aquel recorte por dos razones; primero porque la explicación del enigma no era nada simple y segundo porque la noticia estuvo íntimamente ligada a un ser humano que sería muy querido para mí antes de su misteriosa desaparición: Mauro Rossi.
2- Conocí a Mauro en marzo del año pasado, cuando fui convocado por un centro de rehabilitación rural dependiente de la diócesis de Tercero Abajo. Me habían pedido que dictara un taller de periodismo para jóvenes con problemas de adicciones y, a pesar de no ser periodista ni de haber participado de un taller en toda mi vida, acepté. La falta de dinero unida a la pasión por la escritura empujan a piletas que nunca se sabrá si están del todo llenas. Lo cierto es que aquel día, luego de tomarme un desvencijado colectivo hasta un camino de tierra secundario, tuve mi primera entrevista con Mirta, la psiquiatra que me había contratado. Le agradecí por haberse fijado en una figura tan menor de las letras locales como la mía y tras darme par de recomendaciones me presentó a la clase, un grupo de chicos cansados como producto del trabajo rural y (adiviné) los fármacos. Cuando dije “buenas tardes”, cinco jóvenes raquíticos y dos chicas con tatuajes apenas si me contestaron. Parecía no importarles las visitas, ni el periodismo, ni la vida. Sin embargo, de a poco fuimos entrando en materia. Les hablé de la revista virtual que proyectábamos hacer desde la escuela en el mes y medio que duraría el taller, del periodismo como un modo de literatura y de los cuentos de Poe (que en su momento se publicaban en diarios) como un modo de periodismo. “¿Alguien leyó algún cuento de Poe?” pregunté. Y en medio de la apatía general uno de los muchachos levantó la mano: “Yo”, dijo con una voz más apagada que la tarde. “¿Cómo te llamás?”, pregunté. “Rossi Mauro” me respondió, remedando a las maestras de mis tiempos. “¿Y qué leíste de Poe, Mauro?”. “La obra completa, pero cuando era chico. Ahora ya no leo esas boludeces...” Y toda la clase se rió. “¿Y qué serían esas boludeces?” volví a preguntar. “Los cuentos de terror, las novelas de ciencia ficción, el misterio de las pirámides, la vida en otro planeta... Mis viejos me dijeron que me sacara esas boludeces de la cabeza si quería ser normal”. “¿Y qué leés ahora?”, “la Biblia. Además, es el único libro que nos permiten en la escuela y el único que igual tendría”.
Ese día y mientras me devolvía a la ciudad en su auto, Mirta me contó que los padres de Mauro eran evangelistas, que había sido criado en el templo y que hasta su adicción a los alucinógenos había empezado con el grupo de rock donde cantaba alabanzas. Tras la tentación satánica (la frase era de sus padres) Mauro había vuelto a las fuentes bíblicas, “aunque más por autocastigo que por libre decisión” y estas palabras eran de la psiquiatra.
Los jueves siguientes leímos, efectivamente, cuentos de Poe que tenían muchos elementos periodísticos, aguafuertes de Arlt que tenían mucho de literario y artículos de Soriano, Walsh y Capote. Fue a la tercera clase que, con el afán de mostrarles algo del periodismo local, llevé aquella nota del círculo en el campo. Nunca imaginé que el efecto producido en Rossi sería tan desestabilizador. De haberlo sabido, hubiese seguido llevando “boludeces” para que descuartizáramos como matarifes del verbo.
3- Mauro no dijo una sola palabra mientras comentábamos el artículo. Estaba ensimismado mirando por la ventana. Las más participativas fueron las chicas, que se mofaron del señor N. “Después dicen que las drogadas somos nosotras”, dijo una y toda la clase se rió. Sin embargo, ninguna pudo explicar el fenómeno de los pastos aplastados. Al final de la clase Mirta me dijo que me llevaba a la ciudad. Fue en el preciso momento en que Mauro me llamó aparte. De repente estaba impaciente, como si se hubiera estado guardando todo el tiempo una pregunta de vida o muerte.
-Le quería pedir un favor, profe...
-¿Qué será? -le pregunté (confieso) algo intrigado.
-Tengo que ver ese círculo en el campo y usted me tiene que llevar...
-¿Qué decís, Mauro? ¿Qué bicho te picó?¡Vos no podés salir de acá! Y así pudieras, yo apenas tengo una bici...
-No se haga problemas por el vehículo, que de alguna forma lo consigo. Sólo dígame dónde vive y mañana a la noche lo paso a buscar...
Me estaba yendo sin decir palabra cuando el muchacho me agarró del brazo.
-Por favor, profe... No tengo nadie más a quién pedirle...
Casi por lástima, supongo, le di mi dirección. Pero me arrepentí horriblemente. Me sentí cómplice de alguna loca tentativa de fuga que mi alumno quizás imaginó durante la clase. Mirta me tocó bocina y entonces tuve un estremecimiento: Mauro me abrazó.
-Gracias, profe -me dijo y se fue a su cuarto. Mientras volvíamos a la ciudad, su voz me volvía a decir una y otra vez “no tengo nadie más a quien pedirle”.
4- Aquel viernes me quedé leyendo hasta entrada la noche y, por más que no lo quería admitir, en el fondo estaba esperando que Mauro viniera. O mejor dicho, que Mauro no viniera. Por eso cuando mi celular marcó las dos, me tranquilicé. “No fue más que un miedo infundado, una de las tantas paranoias cotidianas”, me dije y apagué la luz.
Me despertaron unos suaves pero insistentes golpecitos en la puerta. “¡Profe! ¡Profe! ¡Soy yo!”. Era una voz susurrante pero impaciente, una voz que hubiera querido gritar de haber podido hacerlo. Eran las tres y media cuando abrí. Mauro entró agitado. Tenía el aspecto de haber corrido los seis kilómetros que nos separaban de la granja.
-¿Qué hiciste? -le dije entredormido.
-No se haga problema que antes de las siete vuelvo. Pero tenemos que ir al campo ¿Usted puede conseguir un auto? Mi contacto se pinchó -me dijo con una sonrisa que significaba “nunca tuve tal contacto”.
Pensé que de todos modos me haría falta un auto para devolverlo a la granja (a esa altura del mes descarté la locura de tomar un remis) y a esas horas demenciales de la noche llamé a mi amigo Pedro. Tardó en responderme, pero cuando le conté la historia me dijo “salgo para allá”. Y una vez que estuvimos en su auto, le agradecí efusivamente. “No te hagás problemas que para eso están los amigos” fue su respuesta. Cuando le dije que se había equivocado de cruce y que la granja de rehabilitación quedaba para el otro lado, me contestó algo que me dejó helado.
-Yo también quiero ver el círculo, ¿para qué te creés que de chico juntaba recortes de ovnis? -Y concluyó con un: “Parece que en este auto el único aburrido sos vos”. Le dije que estaba bien (¿qué otra cosa podía hacer?), pero que después volvíamos directo a la granja, “sino a este boludo lo van a expulsar y a mí no me van a pagar el taller”. Mi amigo sonrió y mi alumno, que iba en el asiento delantero, no cabía en sí de la felicidad.
5- Durante el viaje Mauro me preguntó si alguna vez había leído la Biblia. Le dije que siempre leía los evangelios, pero que el Antiguo Testamento no me interesaba en absoluto.
-Hace mal, profe, porque ahí empieza todo.
-¿Qué es lo que empieza, Mauro?
-Los contactos -me dijo. Y acto seguido se metió en una enrevesada explicación en la que, según unas lecturas paralelas que le había recomendado un tío gnóstico, todas las apariciones de Dios en la Tierra no eran otra cosa que avistamientos. Desde Moisés y la luz cegadora del Sinaí hasta la transfiguración de Jesús en el monte. La estrella de Belén era (según su familiar iniciado) una evidente señal extraterrestre seguida por los mejores astrónomos de la antigüedad (los árabes) y la mismísima “ascensión” de Cristo no era sino el cuerpo del salvador abducido por una nave.
-Incluso los egipcios levantaron las tres pirámides representando al cinturón de Orión, desde donde vino una civilización interplanetaria... Todo es así, profe. Los dioses mandan señales a los hombres, pero hay que contestarlas, si no, se van y buscan a otros.
Mientras pensaba en su particular silogismo, le pregunté qué era lo que le interesaba de aquel círculo. “Su veracidad -me respondió- Porque si ese círculo no fue hecho por ningún ser humano, entonces quiere decir que...”.
Pero en ese momento Pedro detenía el auto en la banquina y Mauro se callaba. La ruta estaba vacía, la noche estaba estrellada y una lechuza gritó desde lo alto de un cable. Parecía invitarnos a cruzar el umbral de todos los misterios.
6- En medio del círculo de sorgo que nos enrejaba parecíamos tres prisioneros en una pista bajo las estrellas. Pedro no dejó de admirar la perfección de aquella figura y las plantas intactas. Mauro, en cambio, miraba todo el tiempo al cielo de nuestro hemisferio y medía con los dedos la distancia entre algunas estrellas, especialmente (pude observar) en la Cruz del Sur. Luego y sin venir a cuento, empezó a caminar entre el sorgo a grandes pasos regulares, como si de alguna manera marcara el terreno. Lo vi hacer eso en todas direcciones y arrancar algunas plantas como dejando marcas. Miré la hora y comprobé que eran más de las cinco. “Hora de volver, argonauta”, le grité y Mauro vino corriendo. Parecía un chico al que lo habían traído a un parque de juegos alucinógenos. Media hora después nos despedíamos en el camino que desemboca en la granja.
-Por favor, profe, no le diga a nadie lo de esta noche -me dijo. Y acto seguido me dio un abrazo. No nos volveríamos a ver nunca más, pero a eso yo no podía saberlo. Uno nunca sabe cuándo abraza por última vez a otro ser humano.
7- Mirta me dio la noticia el jueves siguiente. Mauro se había fugado y nadie conocía su paradero. “¿Vos sabés algo?” me preguntó a boca de jarro. Contesté que no, que por qué habría de saber. “Porque fuiste una de las últimas personas que habló con él. En su casa están desesperados. ¿Te acordás de esa charla?”. Le dije que fue sobre aquel círculo del campo y que lo quería visitar. “Ya me imaginaba”, dijo, como si hablara consigo misma.
Las últimas dos clases fueron un velorio. La ausencia de Mauro había dejado un cráter de silencio entre los chicos y tuvimos que terminar media hora antes cada vez. La revista digital nunca salió y al taller me lo pagaron una semana después con un considerable descuento, ya que uno de los objetivos no se había cumplido. Igual, esa poca plata vino bien. A la salida del banco y con esos pesos salvadores decidí tomarme un café con leche en un bar después de mucho tiempo. Fue cuando leí aquel titular en el diario: “Reaparecen extraños círculos en un campo de sorgo”. Algo me congeló la sangre a pesar del café hirviente. La nota decía así:
“Tres nuevos círculos quemados se sumaron al que hace un mes apareció en el campo del señor N sobre la ruta 158. Se trata de tres marcas de distinto tamaño producidas por la evidente quemazón de pastizales, aunque con sus 25 metros de diámetro el círculo original quedó como el más grande. Vecinos dieron el alerta de extrañas hogueras ardiendo en la noche y media hora después el Cuerpo de Bomberos de Tercero Abajo sofocó el incendio. Según los peritos, es evidente que el fuego se inició por mano humana. Lo que se intenta averiguar es si se trata de algún enemigo que quiere arruinar la cosecha de N. La Policía provincial sigue investigando”.
Ese era el fin. Debajo de la nota y a modo de ilustración, una foto del campo tomada desde un helicóptero mostraba cuatro puntos negros de pasto quemado entre el claro pastizal del día. Los puntos equidistaban entre sí formando una cruz irregular, una figura cuyas proporciones coincidían extrañamente con la Cruz del Sur. El círculo más grande representaba, sin dudas, a la estrella más brillante. Y entonces, de un solo fogonazo de conciencia, me imaginé toda la escena. A Mauro en medio de aquella cruz de fuego ardiendo en el campo dibujando una constelación terrestre para ser vista desde el cielo por los dioses, signo inequívoco de que una vez más se había hecho contacto.