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16 de Febrero de 2014
A propósito del Día de los Enamorados
La historia desconocida de San Valentín contada por un cura
Muchas personas creen que lo quemaron por casar parejas clandestinamente
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“Lo im­por­tan­te en la his­to­ria de San Va­len­tín, co­mo en la vi­da de cuan­tos cris­tia­nos han si­do ele­va­dos por la Igle­sia al ho­nor de los al­ta­res, es que sea­mos ca­pa­ces de cap­tar la lec­ción que nos traen y que es, en de­fi­ni­ti­va, el fin prin­ci­pal que la ha mo­vi­do a dar­les cul­to.
San Va­len­tín es pa­ra no­so­tros una cier­tí­si­ma lec­ción de vi­da cris­tia­na lle­va­da has­ta el he­roís­mo, has­ta la más ple­na iden­ti­fi­ca­ción con Cris­to: el mar­ti­rio.
Si­tué­mo­nos a fi­na­les del Si­glo III. Es la era de los már­ti­res. Por to­do el Im­pe­rio Ro­ma­no co­rre el hu­ra­cán de la per­se­cu­ción.
Va­len­tín, pres­bí­te­ro ro­ma­no, re­si­día en la ca­pi­tal del Im­pe­rio, rei­nan­do Clau­dio II. Su vir­tud y sa­bi­du­ría le ha­bían gran­jea­do la ve­ne­ra­ción de los cris­tia­nos y de los mis­mos pa­ga­nos. Por su gran ca­ri­dad se ha­bía he­cho me­re­ce­dor del nom­bre de pa­dre de los po­bres.
No po­día ser des­co­no­ci­da de la cor­te im­pe­rial la in­fluen­cia que ejer­cía en to­dos los am­bien­tes ro­ma­nos y qui­so el mis­mo em­pe­ra­dor co­no­cer­lo per­so­nal­men­te. Va­len­tín, en aque­lla en­tre­vis­ta no de­ja­ría de in­ter­ce­der en fa­vor de su fe ca­tó­li­ca y con­tra el es­ta­do de per­se­cu­ción en que, a me­nu­do, se en­con­tra­ba su­mi­da la Igle­sia.
El so­be­ra­no, que es­ta­ba in­te­re­sa­do en gran­jear­se la amis­tad y la co­la­bo­ra­ción del in­te­li­gen­te sa­cer­do­te cris­tia­no, es­cu­chó con agra­do sus ra­zo­nes. Por eso in­ten­tó di­sua­dir­le del que él creía exa­ge­ra­do fa­na­tis­mo; a lo que re­pli­có Va­len­tín evan­gé­li­ca­men­te: ‘Si co­no­cie­rais, se­ñor, el don de Dios y quién es aquel a quien yo ado­ro, os ten­dríais por fe­liz en re­co­no­cer a tan so­be­ra­no due­ño y, ab­ju­ran­do del cul­to de los fal­sos dio­ses, ado­ra­ríais con­mi­go al so­lo Dios ver­da­de­ro’.
Asis­tie­ron a la en­tre­vis­ta un le­tra­do del em­pe­ra­dor y Cal­fur­nio, pre­fec­to de la ciu­dad, quie­nes pro­tes­ta­ron enér­gi­ca­men­te de las atre­vi­das pa­la­bras di­ri­gi­das con­tra los dio­ses ro­ma­nos ca­li­fi­cán­do­las de blas­fe­mas. Te­me­ro­so Clau­dio II de que el pre­fec­to le­van­ta­ra al pue­blo y se pro­du­je­ran tu­mul­tos, or­de­nó que Va­len­tín fue­se juz­ga­do con arre­glo a las le­yes.
In­te­rro­ga­do por As­te­rio, te­nien­te del pre­fec­to, Va­len­tín con­ti­nuó ha­cien­do pro­fe­sión de su fe, afir­man­do que es Je­su­cris­to ‘la úni­ca luz ver­da­de­ra que ilu­mi­na a to­do hom­bre que vie­ne a es­te mun­do’.
El juez, que te­nía una hi­ja cie­ga, al oír es­tas pa­la­bras, pre­ten­dien­do con­fun­dir­le le de­sa­fió: ‘Pues, si es cier­to que Cris­to es la luz ver­da­de­ra, te ofrez­co oca­sión de que lo prue­bes; de­vuel­ve en su nom­bre la luz a los ojos de mi hi­ja, que des­de ha­ce dos años es­tán su­mi­dos en las ti­nie­blas, y en­ton­ces yo se­ré tam­bién cris­tia­no’.
Va­len­tín hi­zo lla­mar a la jo­ven a su pre­sen­cia y, ele­van­do a Dios su co­ra­zón lle­no de fe, hi­zo so­bre sus ojos la se­ñal de la cruz ex­cla­man­do: ‘Tú que eres, Se­ñor, la luz ver­da­de­ra, no se la nie­gues a és­ta tu sier­va’.
Al pro­nun­ciar es­tas pa­la­bras la mu­cha­cha re­co­bró mi­la­gro­sa­men­te la vis­ta. As­te­rio y su es­po­sa, con­mo­vi­dos, se arro­ja­ron a los pies del San­to pi­dién­do­le el Bau­tis­mo, que re­ci­bie­ron jun­ta­men­te con to­dos los su­yos des­pués de ins­trui­dos en la fe ca­tó­li­ca.
El em­pe­ra­dor se ad­mi­ró del pro­di­gio rea­li­za­do y de la con­ver­sión obra­da en la fa­mi­lia de As­te­rio y, aun­que de­sea­ra sal­var de la muer­te al pres­bí­te­ro ro­ma­no, tu­vo mie­do de apa­re­cer an­te el pue­blo, sos­pe­cho­so de cris­tia­nis­mo. Y San Va­len­tín, des­pués de ser en­car­ce­la­do, car­ga­do de ca­de­nas y apa­lea­do con va­ras nu­do­sas has­ta que­bran­tar­le los hue­sos, unió­se ín­ti­ma y de­fi­ni­ti­va­men­te con Cris­to a tra­vés de la tor­tu­ra de su de­go­lla­ción.
¿Por qué el fol­clo­re se ha ve­ni­do alian­do tan in­ten­sa­men­te y en tan­tos paí­ses con la fes­ti­vi­dad de San Va­len­tín ro­ma­no? Y re­du­cien­do la cues­tión: ¿por qué se atri­bu­ye a San Va­len­tín el pa­tro­naz­go so­bre el amor hu­ma­no, atri­bu­ción que es, evi­den­te­men­te, el ori­gen y la ex­pli­ca­ción de to­das las res­tan­tes ma­ni­fes­ta­cio­nes de la de­vo­ción o de la sim­pa­tía po­pu­lar al San­to?
Apar­te la po­si­ble tras­po­si­ción de al­gún he­cho, tra­di­ción o le­yen­da de otros Va­len­ti­nes al már­tir de Ro­ma, que ex­pli­ca­ría cier­tas ex­pan­sio­nes, di­cha atri­bu­ción pue­de ser de­bi­da a dos mo­ti­vos se­pa­ra­da­men­te con­si­de­ra­bles o per­fec­ta­men­te con­jun­ta­bles:
1) Nues­tro San Va­len­tín fue mar­ti­ri­za­do en la Vía Fla­mi­nia ha­cia el año 270, se­gu­ra­men­te en los ini­cios de la pri­ma­ve­ra, cuan­do en la na­tu­ra­le­za se an­ti­ci­pa el jú­bi­lo ex­pec­ta­ti­vo de la fe­cun­di­dad y de la pu­jan­za. En los si­glos an­ti­guos y me­die­va­les em­pie­zan a ve­nir a Ro­ma nu­me­ro­sos pe­re­gri­nos en­tran­do por la Puer­ta Fla­mi­nia, que se lla­mó Puer­ta de San Va­len­tín por­que allí, en re­cuer­do de su mar­ti­rio, el Pa­pa Ju­lio I en el Si­glo IV man­dó a cons­truir en su ho­nor una ba­sí­li­ca.
Esos ro­me­ros coin­ci­dían con los días del ani­ver­sa­rio del San­to y de re­tor­no a sus paí­ses se lle­va­rían de él o de su tem­plo al­gu­na re­li­quia o me­mo­ria. Aho­ra bien: no es co­sa ra­ra en la pri­mi­ti­va Igle­sia el em­pe­ño de cris­tia­ni­zar fies­tas o cos­tum­bres de ma­tiz pa­ga­no y en pri­ma­ve­ra no fal­ta­ban en la Ro­ma gen­tí­li­ca fes­te­jos de­di­ca­dos al amor y a sus di­vi­ni­da­des. Fá­cil­men­te se in­cli­na­ría a los fie­les a in­vo­car a San Va­len­tín -már­tir pri­ma­ve­ral- co­mo pro­tec­tor del amor ho­nes­to. La in­vo­ca­ción bro­ta­ría en Ro­ma y se­ría trans­por­ta­da por los ro­me­ros a sus tie­rras y na­cio­nes, prin­ci­pal­men­te por los que cru­za­ban la Puer­ta Fla­mi­nia, nor­te arri­ba de Eu­ro­pa.
2) He­mos he­cho no­tar el pres­ti­gio del que go­za­ba el San­to co­mo sa­cer­do­te. ¡En cuán­tas fa­mi­lias se­ría efec­ti­va su in­fluen­cia, cuán­tos en­la­ces ma­tri­mo­nia­les ha­bría ben­de­ci­do! Po­si­ti­va­men­te, no fal­tan no­ti­cias bio­grá­fi­cas tra­di­cio­na­les que así lo afir­man.
En las ca­ta­cum­bas y en ca­sas de cris­tia­nos no su­ma­rían can­ti­dad exi­gua los que ha­bían si­do asis­ti­dos por su pre­sen­cia pres­bi­te­ral al unir­se por el San­to Sa­cra­men­to que los hi­zo es­po­sos. Es na­tu­ral que des­pués de su mar­ti­rio se le ad­ju­di­ca­se la ad­vo­ca­ción de Pa­trón de los ho­ga­res y del amor con­yu­gal.
Trá­ben­se es­tas con­si­de­ra­cio­nes y que­da­rán per­fec­ta­men­te se­ña­la­dos los orí­ge­nes de la de­vo­ción tí­pi­ca y del cos­tum­bra­rio en ho­me­na­je al San­to”.
 
 Fran­cis­co Igle­sias, sa­cer­do­te de Vi­lla Ma­ría, an­te el pe­di­do de EL DIA­RIO

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