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22 de Febrero de 2014
Los expedientes X de la Pampa Gringa
Los gatos de Baumgartner
Cuento de Iván Welikosielek
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Dibujo de Pablo Tumas

 

1-
A la historia la escuché de pura casualidad la tarde que fui a buscar a Inés al Colegio de Psicólogos. No haré otra cosa que transcribirla, según mi memoria y mi estilo, cosa que en cierto modo será como reinventarla. Sólo espero ser fiel a la esencia del relato y al efecto de profunda conmoción que me causó cuando lo oí.
Había una conferencia provincial en aquel lugar y mi tardanza coincidió con ese momento entre formal y distendido al que llaman “vino de honor”. Inés me hizo señas apenas entré al salón. Estaba en la otra punta con un señor mayor a quien parecía escuchar con devoción. “¡Amor, vení que te presento al doctor Yáñez! -me dijo cuando un mozo me daba un aperitivo-. Manuel fue profe mío en la facultad y es una autoridad en enfermedades congénitas”. Estreché la mano de su eminencia, toda cableada con venas azules que acusaban no menos de ocho décadas. “Encantado”, dijimos los dos a coro en esa discreta polifonía carente, precisamente, de todo encantamiento. Tal como mi novia me lo había dicho alguna vez, Yáñez era “hombre humilde”; esto quiere decir que no hablaba de sí mismo si no le preguntaban. Pero también era cierto (y a esto también me lo había dicho ella) que cuando arrancaba con un tema era difícil pararlo. Así que fiel al estilo de los tímidos, empezó preguntándome él a mí: qué hacía, cuánto tiempo llevaba con Inés, de dónde era. Llegado a este punto y cuando mencioné el nombre de mi pueblo (tenía la certeza de que no lo conocería en absoluto), el doctor pronunció automáticamente un nombre alemán: Carlos Baugmgartner. “No era exactamente de tu pueblo, pero sí de un campo cercano, la estancia de los Kohler”. Me sorprendió su memoria porque aquel apellido fundador ya no era mentado por nadie de mi generación. Le pregunté, por cierto, de dónde conocía tal profusión de toponimias del sudeste. “Es que en esa estancia tuvo lugar un caso que conmocionó a todos los de mi profesión, muchacho. Pero eso fue hace muchos años, a fines de los 50. Por otra parte, es un episodio que no trascendió más que en nuestro círculo. ¿No le suena el apellido Baumgartner?”. Le dije que sí y que en caso de que estuviésemos hablando de la misma familia, sólo me acordaba de una señora rubia que cada tanto venía en sulky a hacer las compras. “Enrica”, me dijo Yáñez. “Exactamente, doña Enrica” respondí, ya sin sorprenderme de su memoria y reconociendo que algunos nombres jamás se olvidan. “Lo que sí recuerdo -dije- y corríjame si me equivoco, doctor, es que esa mujer era algo retrasada”. Mi novia me fulminó con la mirada, pero Yáñez vino en mi auxilio. “Tu prometido tiene razón, Inés; esa señora efectivamente padecía un retraso mental. Lo pude comprobar yo mismo”. Y luego, volviéndose a mí, el doctor me preguntó si no conocía la trágica historia de esa mujer. Le dije que no tenía la menor idea de qué me estaba hablando, que mientras yo viví en el pueblo nunca se habló de esa mujer y menos de su “trágica historia”. Y entonces, sin hacerse esperar, el doctor me la relató.
 
2-
“En los años 50, si bien era frecuente un retraso madurativo como el de Enrica, nadie la hubiese mandado a una escuela especial. Era una chica que, a lo sumo, pasaba por burra. Si se desconocía la leve afección que padecía, imagínese lo que significaba algo como el síndrome cri du chat, una enfermedad rarísima que produce un retraso mental de por vida y hace que sus portadores niños emitan un llanto estridente idéntico al maullido de un gato”.
-¿Y qué tiene que ver esa enfermedad con doña Enrica Baumgartner? -pregunté. 
-Que ella tuvo una hija que la padeció. Si hoy viviera, esa chica sería tendría unos 50 años –replicó el doctor.
Le dije que en el pueblo nunca había oído que Enrica se hubiera casado o hubiera tenido pareja; mucho menos que hubiera sido madre alguna vez. 
-Lo fue, pero su maternidad duró muy poco. La nena vivió sólo tres años y fue asesinada de un escopetazo por su padre.
-¿Por el padre de la nena o de Enrica? -dije algo confundido.
-Por el padre de la nena y por el padre de Enrica, que en suma era el mismo, don Carlos Baumgartner -respondió Yáñez, con un malestar que no pudo ocultar-. Esta no es sólo la historia de una chica desdichada, es también la historia de un monstruo”.
 
3-
“La joven Enrica, de unos 16 años, había sido abusada en reiteradas ocasiones por su padre -continuó el doctor-. La pasividad de una madre sumisa en complicidad con la casa aislada de la estancia habían conspirado a favor de esas violaciones. Y que conste que lo de la casa aislada era un privilegio que le daba Helmut Kohler al hijo de un paisano suyo porque en ese tiempo los obreros vivían hacinados en el campo. Los meses fueron pasando y la prominencia del embarazo no eximió a la chica de sus tareas domésticas; mucho menos de las maritales. Cuando Kohler le preguntó a Baumgartner con quién estaba noviando su hija, éste le respondió “con nadie, anda loqueando por ahí, por eso no se salva del cinto”. Y las profusas marcas que exhibía la muchacha en brazos y espalda eran la evidencia que confirmaba aquella pedagogía. 
“Lo cierto es que al dar a luz con la ayuda de una partera, don Carlos creyó que esa criatura ensangrentada que le maulló en la cara apenas nacida era un castigo de Dios por sus reiteradas incursiones en la carne de su carne. O, peor aún, creyó que era un premio del Diablo, una apestosa medalla de materia orgánica que le daba el maligno por negar de tal modo lo sagrado. En el campo hay demasiadas supersticiones como para que se crea en el bien por encima del mal. Ha de ser debido a ese temor que el hombre le dio una generosa cifra a la partera, para que si le preguntaban en el pueblo, dijera que el hijo natural de Enrica había nacido muerto.
“Parece que con el transcurso de los días, tan aterrorizado como enfurecido, Baumgartner se dedicó a construir una habitación con maderas inservibles para la aciaga criatura; un calabozo sin ventanas cuya única llave pertenecía al propio carcelero. Sólo dejaba entrar a Enrica dos o tres veces al día para que amamantara al diminuto ser con su leche adolescente y también para que limpiara aquellas posaderas de la cual (estaba seguro) pronto nacería una cola repulsiva. En los demás momentos del día, era el propio Baumgartner quien se encerraba con su beba. Y aquella era una ceremonia horripilante plagada de llantos, insultos e invocaciones a no se sabe quién. Quizás no se decidía a matarla y buscaba darse fuerzas en aquel receptáculo del infierno con sobredosis de alcohol. Lo que no sabía el hombre es que al negar aquel impulso, su alma se adentraba en un derrotero mucho más tortuoso. Si el homicidio es un acto que convierte a un hombre en un ser miserable, la crueldad es una degeneración de la conducta que transforma a cualquiera en un demonio asqueroso. Y entre esas dos posibilidades (y discúlpeme si impregno mi opinión con mis ideas católicas), la primera está infinitamente más cerca de Dios que la segunda. Pero ya le dije, Carlos Baumgartner no creía, no podía creer en Dios. El actuaba sin parámetros superiores. Y el libre albedrío, mi joven amigo, también es padre de demonios asquerosos.
 
4-
“Volviendo a la escena del calabozo -prosiguió Yáñez-, le decía que aquella criatura indefensa no paraba de maullar. Percibía a cada instante un peligro tan tremendo como indefinido, proveniente de las vibraciones de ese hombre angustiado que se encerraba con ella. Y esos maullidos agudos terminaron por enloquecer a Baumgartner. A tal punto, que una vez concluido el período de lactancia, el hombre empezó a tratar a la nena como si fuese verdaderamente de un gato. No como a una dulce mascota, sino como a un animal detestable. Le daba de comer carne molida en mal estado, le ponía tazas de leche en un cazo inmundo y la colgaba de unas maderas del techo todo lo que la niña aguantaba hasta que la pobrecita se caía en una pila de colchones que el hombre había puesto en el piso. Cuando eso sucedía, Baumgartner le ladraba como si él fuera un perro de presa para luego volverla a subir a que aguantara colgada el mayor tiempo posible a causa del miedo. El llanto de la nena se hacía intolerable y el hombre se reía con unas carcajadas mucho más horribles que cualquier maullido de ultratumba. Había aprendido a transmutar la misericordia en crueldad; alquimia horrorosa que es marca registrada del infierno. Cuando esto sucedía, Enrica lloraba en la cocina y la señora Baumgartner salía apurada a realizar impostergables mandados. Aquellas sesiones hubieran durado tal vez muchos años más, si una tarde dos peones no hubieran roto la monotonía. Los muchachos estaban alambrando no muy lejos de la casa del herrero (tampoco muy cerca, hay que decirlo) y llegaron a escuchar algo de aquellos desesperados maullidos. ¿Estaban matando a un animal o es que habían entrampado a un puma cachorro? Eso fue lo que se preguntaron. Lo cierto es que dejando su faena, corrieron a avisarle al capataz, un tal señor Soler, con quien luego tuve oportunidad de hablar. Anochecía cuando los tres hombres armados de machetes y una escopeta salieron a buscar el origen de los chillidos, lo que inexorablemente los condujo a la casa de Baumgartner. Una vez allí, la gritería se hizo insoportable. Si esos peones jamás imaginaron la banda de sonido del infierno, seguro que esa tarde tuvieron un buen adelanto; o, al menos, un terrible motivo para temer a Dios. Soler golpeó la puerta, pero la abrió antes de darle tiempo al dueño, quien no hubiera podido escuchar no sólo un llamado, sino acaso un disparo de cañón. Una vez adentro, vieron a Enrica tapándose los oídos y llorando en silencio contra una pared. No pudieron arrancarle palabra. Igual entendieron que todo provenía de la puerta del fondo y hacia allí se dirigió Soler con el arma de fuego. Pero no pudo entrar. Alguien había trabado la puerta por dentro con un endeble pasador. La abrió de una patada y una vez adentro, no tuvo tiempo de nada. Tropezó con la pila de colchones y un ser repulsivo le cayó encima, como un mono asesino que se le arrojara a la yugular desde el techo. No sabía si aquel ser lo quería morder o le pedía ayuda con unos gruñidos que intentaban ser lenguaje. Lo que sintió, en todo caso, fue un fétido olor a carne muerta. Con la escasa luz proveniente de la cocina vio una boca deforme abriéndose en grito que lo aturdiría durante el resto de su vida, sobre todo, tras el estampido. Baumgartner, en evidente estado de ebriedad, había tomado la escopeta que el capataz dejara en el suelo. Y sin mediar palabras, había abierto fuego. Tras el aullido demencial, la criatura enmudeció. Las esquirlas de munición la habían alcanzado de lleno. En cuanto a Soler, sólo le habían herido el brazo, pero (lo confesó él mismo) en esos momentos creyó que se desangraba. Los peones vinieron en su ayuda, derribaron a Baumgartner y le quitaron el arma. Luego lo ataron con una soga para animales y recogieron el cuerpito escuálido de la niña como si se tratara de una comadreja baleada en un gallinero. Finalmente llamaron a la Policía. Hubo secreto de sumario y la pequeña difunta fue enterrada al otro día sin oficio. Como de todos modos hubo que ponerle un nombre, se llamó como la madre, Enrica Baumgartner. Hay ciertas sincronías demasiado crueles; pero no son casuales, amigo, es el sentido del humor del Diablo”.
 
5-
Parecía que el doctor había terminado. Inés puso cara de sentirse mal, pero no como quien acusa recibo de una incomodidad social, sino de un malestar físico cercano a la náusea. También yo tuve un sentimiento parecido al asco junto a una irreprimible vergüenza por pertenecer a la raza humana. De todos modos, mi curiosidad siempre fue más fuerte. Así que pregunté.
-¿Y usted, doctor, cuándo apareció en escena?
-Dos días después y durante la pericia psicológica. Por suerte, la esposa de Baumgartner confesó todo; los abusos, la tortura, el parto... incluso la Policía encontró a la comadrona y ésta reconoció haber traído al mundo a esa criatura desdichada. Y fue gracias a una entrevista que tuve con ella y a las descripciones que Enrica pudo hacer de su hija, que años después entendí que se trataba del síndrome cri du chat, aquella patología descrita por el doctor Lejeune. Al margen de los maullidos que todos escucharon, estaban los ojos separados y caídos, el rostro pequeño, las membranas entre los dedos de los pies y el raquitismo. Todo encajaba perfectamente.
-¿Y Baumgartner? ¿Qué le dijo durante la entrevista? 
-Lo que escuché de ese ser que no me atrevo a llamar humano (y acá el doctor Yáñez puso una cara de asco parecida a la de Inés) fue una de las confesiones más descarnadas e insensibles. Me habló de la niña como si realmente fuera un animal, como si nunca hubiera podido verla como una persona. 
-¿Ni siquiera cuando le disparó a quemarropa?
-Es que ese es el punto clave, mi querido amigo. Con todo el asco que sentía por la niña, el hombre nunca tuvo intención de matarla. A quien le había apuntado fue al hombre que había irrumpido en su celda. Confesó que la sola idea de un testigo de su situación le resultaba insoportable. Sólo que justo en esos momentos, la nena que colgaba del techo se arrojó al cuello de Soler. Había buscado protección en el primer extraño que veía en su vida.
El doctor hizo una pausa y empezó su segundo vaso de vino. A esa altura pensé que estaría algo tocado por el alcohol, pero no era así. Yáñez estaba cada vez más lúcido. 
-¿Y cuál fue su diagnóstico durante el peritaje?
-Que Baumgartner era un psicópata peligroso, un ser que en ningún momento sintió empatía por la niña a la que torturó durante casi tres años ni por la adolescente a la que violó y golpeó durante seis ni por su mujer, a la que posicionó en una humillante situación de nulidad, una situación que sólo reclamaba su mudez. Tras varios test y charlas con el detenido, firmé ese diagnóstico desaconsejando cualquier tipo de libertad condicional para el hombre, que, efectivamente, fue encarcelado a los pocos días.
-¿Y qué fue de él? 
-Por suerte, ese monstruo murió enseguida. Y acá le pido perdón a Dios por mi falta de misericordia. Pero debo confesarle que me alegré cuando me lo contaron. Ni bien fue encarcelado en Córdoba, en el penal todos supieron la historia. Y los presos lo trataron como a un gato repulsivo y asqueroso. Y ya se puede imaginar lo que sucede cuando hay un gato repulsivo y asqueroso en una celda pequeña junto a cuatro hombres convertidos en perros con sed.
Imaginé la situación y no pedí pormenores. Sólo me quedaba una última pregunta.
-¿Y Enrica? ¿Qué pasó con Enrica? 
-Dígamelo usted, muchacho, que es de su mismo pueblo. Yo sólo la vi aquella vez y casi no habló. Era una joven terriblemente desposeída que no se expresaba con palabras, sólo con impulsos y temblores. Tuvo una crisis de llanto y la contuve como pude. La Policía me la tuvo que sacar de encima. Supongo que lo suyo fue el mismo pedido de cariño que su pequeña para con Soler, aquel ilustre desconocido. Ahora se lo pregunto a usted de nuevo, ¿qué fue de Enrica Baumgartner?
-No tengo la menor idea, doctor; hace unos 20 años que la vi por última vez y unos 10 que no voy al pueblo. Yo nada sabía de Baumgartner ni de toda esa historia y nunca imaginé que... Perdón, doctor, por la estupidez que le voy a decir, pero nunca imaginé que esa mujer alguna vez hubiera tenido un padre... 
-Y ojalá nunca lo hubiese tenido, amigo. Ni ella ni la beba. Y ahora con el permiso de ustedes...
Yáñez me dio la mano e hizo un gesto de tener que atender a otro grupo, uno que lo llamaba insistentemente en otro sector del salón. Inés lo disculpó con una sonrisa y yo lo vi alejarse entre el gentío. Pensé si a los otros psicólogos les contaría también este tipo de historias o si en cambio hablaría de la parte formal de la profesión. Su apretón de manos de venas azules aún duraba en mí. Y pensé que con esas mismas manos, 50 años atrás, un hombre había saludado a un asesino, había firmado un papel bastante parecido a una sentencia de muerte y había acariciado el rostro de una joven que, aunque seguía viva, de algún modo había empezado a morir, enterrada  en una tumba con su propio nombre.

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