Argentinos y uruguayos seguimos discutiendo incansablemente sobre el origen del mate. Nosotros decimos que nació acá, ellos dicen que nació allá. Y mientras continuamos debatiendo inútilmente, cada uno enceguecido por su propio orgullo nacional, vienen los paraguayos y se clavan un tereré en nuestras narices. Ahí es cuando nos damos cuenta de que el asunto queda mucho más rico con jugo frío que con agua caliente. Qué manera de perder décadas.
Aún sin saber de qué lado del río fue inventado, a mí no me quedan dudas: los uruguayos están mucho peor de la cabeza que nosotros. Basta con darse una vuelta por tierras orientales y sacarse las dudas. En aquellas latitudes, el beber mate presenta los rasgos de una adicción. Lo toman a toda hora en absolutamente todos lados: en la plaza, en el colectivo, en la fila del banco, en Botnia… ¡Si hasta lo toman caminando los muy! Se pueden olvidar al hijo en las casas, pero nunca al termo y la bombilla. No en vano hay tantos nenes que se cambiaron el nombre por Rosamonte, a ver si los ayudaba en algo.
Tales postales se recogen cotidianas a lo largo y ancho del país. Hay que ver las rondas de fin de semana en los espacios públicos. Se juntan 10 personas y cada una tiene su porongo. Pasa que no aguantan hasta que les llegue el amargo, son insaciables. Y todo con esa calma que distingue a los hermanos charrúas, propia de sabios, de gentes sin prisas, diáfanas en su raciocinio. Será que la paz les viene de sus antepasados. O será que andan recontra dopados con el mate nomás.
La práctica, naturalmente, tiene su efecto en la economía. Gracias al fanatismo del uruguayo promedio, las empresas de yerba mate disfrutan de ganancias extraordinarias. Sonrientes andan los empresarios del rubro. No así los peones rurales, que trabajan de sol a sombra en los yerbales del litoral argentino y el sur brasileño, en condiciones laborales miserables y con sueldos de hambre. Todo para que el loco Abreu encuentre razones para vivir. Un bajón.