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1 de Marzo de 2014
Cuento de Iván Wielikosielek
El vampiro de Estancia Blanca
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1-
Caía la tarde cuando divisamos desde el tren la melancólica capilla de los Laffourcade. Parecía increíble pero aquel fabuloso pedazo de arquitectura aún se obstinaba en levantarse; como si una civilización escapada de una catástrofe se la hubiese olvidado en la pampa desnuda. Y algo de eso había, porque la familia que la había mandado construir un siglo atrás, se había vuelto a Europa y una etnia muy diferente se había asentado en el pueblito; una cuadrilla de quinteros bolivianos que convivían con aquel monolito abandonado. En cuanto a la mítica Estancia Blanca, apenas si era supervisada por capataces que giraban puntuales ganancias al viejo mundo. Ese era el panorama social en Paraje Laffourcade. Se lo comuniqué a Luis cuando me preguntó por el campanario que tanto lo había fascinado a la distancia. Lo que nunca pensé fue que mi relato le provocaría una emoción tan profunda. Mucho menos que sería el principio del fin, la causa de una desaparición que, casi tres meses después, aún trato de explicarme.
2-
-¡Es fabulosa! ¡Tenemos que bajar a verla! –me dijo efusivo mi amigo. Y luego, tomando de la mano a su prometida, le dijo lo mismo con una mezcla de dispersión y enamoramiento. Le conté a Luis, en calidad de habitante de la región, que hacía décadas que el tren no se detenía en aquel caserío; y que si por algún prodigio lo hacía (y ese prodigio no podía ser otro que un desperfecto mecánico) no había colectivos que nos depositaran en Córdoba hasta el otro día.
-¡Mejor! ¡Así nos quedamos a pasar la noche en un hostal! –dijo exultante. Y tuve que explicarle que en aquel pueblito, la palabra “hostal” era tan exótica como “necronomicón” o “palimpsesto”, para citarle palabras que sólo él conocía. Y es que mi amigo, además de filólogo, se especializaba (caso curioso) en literatura de terror anglosajona. Nos habíamos conocido veinte años atrás en la facultad de Letras de Córdoba. El venía de una familia tradicional de Alta Gracia y yo de un matrimonio roto del sudeste. Y mientras él terminaba la carrera en forma brillante, yo la dejaba para trabajar de profesor de física, mi único y modesto título. Sin embargo, desde aquel entonces mantuvimos la amistad, muy a pesar del carácter desolado de ambos. Pero hacía unos años que, contra todos los pronósticos, Luis había conocido a una chica. Se trataba de una exalumna rosarina, Luciana. Y habían decidido casarse. En calidad de testigo, yo había ido a buscarlos a la ciudad de la novia para proponerles una vuelta romántica (y sobre todo económica) en tren hasta Córdoba, en cuyo registro civil tendría lugar la ceremonia. Sin embargo, esa capilla a mitad de camino amenazaba con interrumpir el viaje. Iba a decirle a mi amigo que sólo faltaban tres horas para llegar, que no tenía sentido preocupar a su hermana y que pasaríamos por Paraje Laffourcade a la vuelta. Pero en esos momentos y casi como una burla del principio de incertidumbre, el tren se detenía con un chirrido sordo. Entonces pude ver a unos hombres descargando un cajón inmenso cuyo remito era firmado por un hombre de sombrero gris; sin duda algún empleado de Estancia Blanca. Luis se puso de pie, y tomando la valija dijo un: “¡Llegamos, chicos!”, que me pareció una locura. Luciana se rió con la misma mezcla de sentimientos que mi amigo (aunque en ella, la dosis de dispersión primaba sobre el enamoramiento) y corrió tras él. Yo no pude hacer más que seguirlos con resignación mientras el convoy se perdía al fondo de un destino que no alcanzaríamos jamás.
3-
No me extenderé en desoladas postales de un pueblito abandonado. Nada más mencionaré a modo de símolos la escuelita clausurada, la esquina de un almacén en ruinas y la unión telefónica vuelta posada para obreros golondrina. Lo que no nos defraudó fue la capilla, mucho más imponente in situs que desde el tren. Luis no cabía en sus zapatos de la emoción. Tomaba de la mano a su prometida y la llevaba a ver una columna de ladrillos acá, el remate de un arco apuntado allá. Y entonces, en su afán de comparar, citaba fabulosas construcciones de su literatura adorada: la iglesia de Dunwich, la casa Usher, la abadía de Carfax… Luciana escuchaba y sonreía. No era insensible a la erudición apasionada de su prometido pero a la vez estaba en otra parte, como si no pudiera poner sus deseos en apolillados libros de Le Fanu o Bram Stoker. Tampoco (me parecía) en el casamiento. Acaso para ella (y a esto lo pensé mientras los miraba correr de la mano) tanto el matrimonio como el viaje de bodas, no eran más que aventuras pasajeras, distracciones inofensivas como bajarse del tren a visitar una iglesia perdida mientras esperaba “por lo definitivo”. Pero me guardé aquel comentario. Mi amigo era lo suficientemente maduro como para darse cuenta de algunas cosas.
4-
Nos volvíamos al pueblo dispuestos a pedir posada en la ex unión telefónica cuando alguien nos llamó de lejos. Era el hombre de sombrero gris. Pude reconocerlo a pesar de la penumbra.
-¡Muchachos! ¡Señorita! Soy Arizmendi, de la Estancia Blanca -dijo tocándose el sombrero con inconfundible acento español- Los he visto bajar del tren y he corrido a decirle a mi patrón que estos chavales no saben que ya no hay posadas en Paraje Laffourcade. Entonces él, mi señor, don Francisco Miguel de Horcadales, me ha dicho que los invitara; que en el chalé hay lugar de sobra para los tres y que en media hora servimos la cena.
-¡Será un honor! –dijo mi amigo, una vez más, sin consultarnos - ¡Un grandísimo honor que agradecemos!
-Ya sabía yo que aceptarían. Nadie se puede resistir a la invitación de un noble –dijo Arizmendi. Y nuestro grupo caminó por una larga calle de tierra bajo el pobre alumbrado público. Al fondo, unos muchachos volvían del trabajo en las quintas, oscuros y silenciosos como apariciones.
5- 
El salón de la estancia con sus arañas antiguas, alfombras espesas y mesa para veinte personas, parecía efectivamente sacado de los libros que leía mi amigo. A poco de estar, hizo su aparición nuestro anfitrión. Tendría alrededor de cuarenta años (poco más que nosotros) y su aspecto era irreprochable. Vestía íntegramente de negro y tenía un calzado de una calidad inhallable en estas latitudes.
-Soy el barón de Horcadales y estoy muy feliz de recibiros –dijo con más acento que su criado pero en un tono absolutamente neutro- Me encargo de la hacienda de la nieta del exdiputado...
-¿De madame Blanche Laffourcade? -pregunté con asombro- ¿Es qué vive todavía? 
-Sí, señor mío; “la señora Blanca”, como le dicen los peones de acá, sigue en Madrid y está a punto de cumplir noventa y nueve años. Ella me confió sus negocios.
Unas chicas humildes sirvieron la cena; pollo al horno con papas y un buen vino tinto. Contra todos los pronósticos, Horcadales no probó bocado ni tomó nada. Nos dijo que no tenía la costumbre de cenar. Tampoco habló. O mejor dicho, hizo recaer la conversación en el pobre Luis, que no paró de disertar sobre la tradición gótica en la literatura de Nueva Inglaterra. Mientras tanto, el barón no dejaba de mirar a Luciana. Al principio, la novia estuvo algo incómoda; pero luego empezó a participar (o al menos eso me pareció) en el juego de seducción visual propuesto por el barón. En un momento se cortó la luz, y pude jurar que nuestro anfitrión rozaba la mano de la chica y ella susurraba algo como un “sí” o acaso un “oui”. Cuando volvió la luz, mi amigo habló de oscuros mausoleos de la literatura (el de los Karnstein, el de los Westenra), a lo que Horcadales dijo: “También nosotros tenemos una cripta bajo la capilla; ahí descansa la dinastía de los Laffourcade. Y si no están cansados, me gustaría enseñársela ahora mismo”. Y volviéndose a su criado, le dijo: “¡Arizmendi! Lleva a los señores en automóvil hasta la capilla que yo preparo dos caballos y me encargo de la novia. Con todo respeto, señorita -ahora se dirigía a Luciana- este será mi humilde regalo de bodas y usted podrá decir a sus amigas que montó en su última noche de soltera junto a un barón”. Lucía sonrió con una felicidad cercana a la hipnosis. Luis estaba exultante. En cambio yo me sentía intranquilo. Acaso empezaba a sospechar que todo aquello era una farsa. 
Cuando retomamos la calle de la iglesia, ya no había bolivianos en la calle. Sólo unos perros que ladraron el paso de nuestro vehículo para perderse como lobos en la noche de los Cárpatos.
6-
Arizmendi nos enseñó la cripta; un sótano helado al que iluminamos con linternas. Allí, cubierto en mármol, yacía su excelencia y toda su prole: Raymond Jean Laffourcade. Toulouse 1858-Córdoba 1949. A la memoire de mon père!”. Luego: Ramón Juan Laffourcade, Córdoba 1901-Madrid 1982. Y por último François Michel Laffourcade. Esta tumba no tenía fecha y mi amigo se quedó mirándola, preocupado por primera vez en toda la noche. De lejos escuchamos unos caballos y algo que parecía una camioneta o un motor lejano. Arizmendi dijo: “¡Ese debe ser mi señor que viene al galope!”. Pero se equivocaba. A Horcadales no lo veríamos más en la vida. Tampoco a Luciana. Sólo que en ese momento no lo sabíamos. Ni siquiera lo imaginábamos. Y eso que los dos éramos hombres de imaginación, tanto literaria como científica.
7- 
Media hora después volvíamos a la estancia desesperados. “¿A dónde está Luciana?” preguntaba mi amigo casi a los gritos. Las empleadas, a punto de dormirse, nada supieron decirle. Tampoco Arizmendi. En cuanto a Horcadales, parecía que nunca hubiera existido. “¿A dónde está Luciana? ¡Decíme o te mato!” dijo Luis, sin reparar que Arizmendi era mucho más fuerte. Pero el empleado no parecía con ganas de pelear y aseguró no tener la menor idea. A mí me pareció que era sincero. En esos momentos, escuchamos el relincho de caballos y pensé que Luciana y el barón habían regresado. Pero no era así. Un peón los traía de las riendas sin sus jinetes. Luis corrió a preguntarle. “No sé a dónde se fueron. Los caballos estaban en el río y los traje”. Poco tiempo después, Luis llamó a la Policía de Tercero Abajo. Los oficiales nos tomaron la declaración pero no sacaron nada en limpio. Ellos hablaban de fuga, mi amigo de secuestro. Nos condujeron a la ciudad y nos albergaron en una pensión. Nos acostamos, apagamos la luz, y pude oír a mi amigo gemir en la oscuridad. En ese estado nos dormimos. Pero antes del amanecer, Luis me despertaba con violentas sacudidas.
8-
-¡Ya sé lo que pasó! Yo pensaba que estas cosas eran sólo de los libros… ¡Pero pasan en la realidad!
Su modo de decir “realidad” me pareció la prueba irrefutable de una locura naciente. Le dije que no tenía la menor idea de lo que hablaba, que fuera más claro. 
-Horcadales es un vampiro y la secuestró a Luciana –dijo tratando de parecer sereno- ¿No te diste cuenta que estaba todo vestido de negro, que no probó bocado en toda la noche, que nos hizo entrar a la estancia por nuestra propia voluntad y que al final la hipnotizó a Luciana cuando se cortó la luz?
-Vos estás chiflado de remate…
-Decí lo que quieras pero ya sé a dónde están ¡Están en la cripta de la iglesia!
-¿Qué? 
-¡Están ahí y él la tiene escondida! ¿No viste que había una tumba sin fecha?
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Que la tumba es de François Michel Laffourcade… ¡El nombre del barón traducido al francés!
-¿Qué decís? A lo mejor el barón no es barón ni se llama así, y se inventó ese nombre para reirse de vos…
-¿Y el cajón que bajaban en la estación? ¡Tenía forma de atahúd! ¿Qué me decís de eso? ¡Ahí venía el barón! ¡Estoy seguro! Y Arizmendi es su lacayo humano. El le trajo carne fresca. ¡Y esa carne era mi Luciana! ¡Tenemos que volver a la cripta y rescatarla!
A esta última frase, Luis la repitió hasta las tres de la tarde, cuando la Policía apiadándose de él nos llevó de nuevo a Estancia Blanca. No porque el comisario creyera en argumentos sobrenaturales, sino para agotar una posibilidad, un sitio en donde podía esconderse “la fugitiva”. Pero en el sótano todo estaba intacto. Sin luz, sin vampiros, sin Luciana. Cuando cruzamos a Arizmendi en un establo, mi amigo corrió hacia él. “¡Dígame qué era ese cargamento que bajó ayer del tren! ¡Qué era!”. Se lo había preguntado delante de los policías y el peón no tuvo escapatoria. Sin embargo, respondió sin inmutarse: “Era un generador de energía. Lo mandaron de Buenos Aires por los cortes de luz”. Y el empleado nos señaló la caja de madera recién abierta que no tenía forma de atahúd y del que asomaba el artefacto.
9-
Horas más tarde nos despedimos en la terminal. Luis se volvía a Córdoba y nos prometimos estar en contacto por cualquier novedad. Aproveché para decirle que ya no viera más una “película de terror” donde evidentemente había otra cosa. “¿Qué cosa?” me preguntó angustiado. Le dije que no sabía exactamente, pero que en todo caso relacionaba esa “desaparición” con la física indeterminista. “Del mismo modo que un objeto es absorbido por un agujero negro y sale para siempre de esta dimensión de cosas –le dije- algo así ha pasado con Luciana. Sólo que no entiendo de dónde se ejerció esa fuerza de gravedad tan tremenda capaz de chupar una vida y un destino”. Mi amigo se quedó pensando en esta conjetura mía, para luego abrazarme en la plataforma. Si hubiera podido llorar, estoy seguro que lo habría hecho. Pero Luis ya no tenía más lágrimas. 
10-
Fue dos meses después cuando mi amigo me llamó desde Córdoba. Su voz traslucía una tristeza sin consuelo. Me dijo que yo tenía razón con mi teoría del “agujero negro”, que lo que había pasado no era más que física pura y que (pequeño detalle) acababa de recibir un mail de Luciana desde Europa que lo probaba todo. “Te lo acabo de enviar para que me digas qué pensás”. Lo transcribo textual.
“Mi muy querido Luis: sé que vas a pensar que fui una desalmada, pero hay cosas en la vida que no se pueden dejar pasar. Me enamoré a primera vista del mismo modo que ÉL se enamoró de mí. Eso fue todo. Y cuando se cortó la luz, me tomó de la mano y me la pidió, para sacarla de la oscuridad a un nuevo día. Le dije que sí sin pensarlo. Y entonces montamos a caballo hasta el río y de ahí en su avioneta privada a Buenos Aires, donde tuvo lugar la boda. Sé que fui cruel al no despedirme, pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? Sé que en tu infinita bondad sabrás perdonarme. Ahora soy baronesa y vivo en Madrid. ÉL te mintió con su nombre para divertirse, porque al igual que vos estudió filología. Con lo que no te mintió fue con SU título. Esta es la última vez que te escribo porque no soy más la mujer que conociste. Aquella Luciana ya está muerta y enterrada. Y con su última voz de ultratumba te pide disculpas y te dice adiós”.
11-
Confieso que estuve varios días sin responderle a mi amigo. Algo parecido al terror de una nueva incertidumbre había empezado a carcomer mi entendimiento. Aquellas herramientas “cuánticas” que yo creía de acero inoxidable para conocer el mundo (aún con todo el margen de error e impredecibilidad) resultaban ser de un precario latón de ferretería. Ahora no me bastaba con el indeterminismo de la física moderna. Sentía que había variables que no eran contempladas por mi modo de conocer; que en el fondo de todo acaso Luis tenía razón. Había elementos “sobrenaturales” en esa desaparición y quizás era más pertinente imaginar un relato de terror y fantasía (como en primera instancia había hecho mi amigo) y no una explicación de meras atracciones de materia y energía. Empezaba a entender la angustia de Luis cuando nos despedimos en la terminal: era la de quien ya no puede comprender los eventos del mundo como lo venía haciendo hasta entonces. Y algo de eso me estaba pasando a mí. ¿Cómo es que una mujer se escapa y da señales de vida tres meses después? ¿Cómo es que escribe realmente como hipnotizada, hablando de su amado como de un EL con mayúsculas? ¿Y por qué no manda fotos ni dirección ni hay modo de rastrearla? Y sobre todas las cosas ¿qué era aquella última frase del mail? ¿Cómo era que “aquella Luciana ya está muerta y enterrada. Y con su última voz de ultratumba te pide disculpas y te dice adiós”? Podía ser un guiño a la literatura que leía su exprometido; pero en ese caso sería una crueldad sin nombre. ¿Y si acaso la frase era literal? ¿Si acaso algo de su viejo espíritu se había muerto para resucitar como baronesa en un reino desconocido? Esta variante me hizo temblar pero me pareció la cosa más “probable” que había pensado durante años. Y ese “reino desconocido” con una física diferente y una literatura de una crueldad sin precedentes, no podía ser otro que el país de los vampiros.
Al tercer día llamé a Luis. Le dije que, efectivamente, la clave estaba en los agujeros negros y que había que seguir profundizando. Fue una charla breve y por suerte mi amigo estaba tranquilo y receptivo. Acaso resignado. Cuando colgó, el terror empezó para mí. Y sentí que el “adiós” de Luciana era un “hola”, un “bienvenido seas”, una invitación a entrar por mi propia voluntad al más profundo de los misterios.

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