Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Con la crisis que hace, la gente busca el almuerzo barato. Lo encuentra en un típico barcito español, que dice vender las mejores tortillas de papas del país. La diminuta barra deja lugar para cuatro o cinco parroquianos que hablan y hablan, y de paso hablan. Dos euros mediante, el viajero gana su rebanada y se va a comerla justo frente al bodegón, donde reposan un calor infernal, platos y vasos de plástico que otros abandonaron, y la Mezquita local. Pilar de Córdoba, la obra es un mimo a los ojos y un encuentro carnal con la cultura árabe, marca indeleble del sur de España. La tortilla y sus méritos quedan de lado, y con razón.
La impresionante Mezquita (la más grande de Occidente), construida a fines del Siglo VIII por los omeyas, es un fiel resumen de esta ciudad de 330 mil habitantes y su riquísima historia. Un conglomerado de piedra que ocupa toda una manzana, donde se conjugan las maravillas hechas en nombre de la fe musulmana, con los prodigios llevados a cabo luego por la cristiandad. Un doblete de culturas, de modos arquitectónicos, de formas de ver el mundo. Un estilo que irradia a los alrededores, a Córdoba, a toda Andalucía.
Tras el paseo por el recinto (oficialmente conocido como Catedral, ya que allí se levantó una iglesia tras la reconquista católica, en el Siglo XIII), entre sus columnas y arcos característicos, los detalles labrados en arte y los elegantes jardines, toca caminar por los bordes del lindante río Guadalquivir. Otro símbolo cordobés que tiene en el puente romano (una de las tantas marcas que aquella civilización dejó por estos lares) y la Torre de Calahorra (Siglo XIII), sus huéspedes de honor.
Pero no descuidemos el legado árabe, que aún queda tela por cortar. Quienes supieran controlar buena parte de la península ibérica desde principios del Siglo VIII hasta su caída definitiva en 1492 (de Córdoba fueron expulsados bastante antes), le imprimieron su estilo a la ciudad. Aquello se aprecia en la arquitectura general y en ejemplos concretos, como el talante mudéjar que baña los jardines del Alcázar de los reyes cristianos (Siglo XIII), la Capilla de San Bartolomé y hasta la Sinagoga (ambas del Siglo XIV). Original de los omeyas, destaca la torre llamada Alminar de San Juan (Siglo X) y sobre todo la espectacular Medina Azahara (en las afueras del área urbana), así como los famosos baños árabes (elegantes casonas con piletones de agua de diferentes temperaturas). En uno de ellos se moja el alma el viajero, tal como lo hacían aquellos hijos de al-Andalus, y le vuela la imaginación.
Soy gitano y andaluz
Con todo, Córdoba enarbola una enorme porción de su encanto en lo típicamente español. Vale la aclaración: del sur español. Porque aquí las tradiciones se viven intensamente y el flamenco se canta alto y sufrido, y los caballos son un orgullo, y el taperío (incluyendo la tortilla) se sirve con vino y caña, y la gente gritonea y tiene buen sentido del humor, y muchos caras vociferan soy gitano, y la alegría, a pesar de los malos tragos, sigue ahí.
Como sigue ahí ese inmenso casco histórico (grande de verdad, acaso el más bello de Andalucía), de casas en blanco y pinceladas de amarillo, balcones con flores, mosaicos de colores. Cientos de callecitas que se mesclan en sosegado laberinto, la armonía de las fachadas que se repiten, y uno que nunca se cansa de la postal. Menos si dos por tres aparece una fuente, una plaza, un patio cordobés, un palacio, una iglesia, una muralla, o una mesa con gazpacho fresquito a la mano. En la Judería, en San Andrés, en San Lorenzo, no importa. Muchas vueltas tiene Córdoba, y varios rostros para deleitarnos el día.
