Por el Peregrino Impertinente
Muchos dirán que las Malvinas son argentinas, otros dirán que son británicas, y hay quien asegurará que no, que son húngaras, para después prenderse fuego a lo bonzo en la plaza del pueblo sin que absolutamente nadie repare en el particular. En todo caso, lo único que se sabe es que las Malvinas son. Y muy feas, por cierto.
A no ser que uno sea excombatiente o familiar de excombatientes, apasionado por la historia argentina o ave migratoria, las islas no despiertan mucha sed de visita. Será por los paisajes desoladores (con pocas y ninguna postal natural que encandile), por las implacables condiciones climáticas o por el simple hecho de ver a los pibes jugando el picado con la camiseta de Beckham. En cualquier caso, el archipiélago lejos está de convertirse en un fenómeno turístico.
Con todo, cabe decir que las posibilidades de viajar están. Hay un vuelo que sale semanalmente desde Punta Arenas, Chile, con destino a la capital Stanley (o Puerto Argentino). La otra opción es tomar alguno de los cruceros que recorren el Atlántico austral, con escala en Ushuaia. “Nadando no se los recomiendo, hace un friazón criminal”, dice Juan Carlos el pingüino, para después dar un par de aleteadas, hacer la mortal hacia atrás y clavarse de cabeza en los gélidos mares del sur.
Al llegar, el foráneo podrá visitar la capital (ubicada en la isla Soledad, donde residen la mayor parte de los tres mil habitantes de las Malvinas), o darse una vuelta por el campo, gris y deprimente. Difícil la tendrá si quiere tocar todas las islas que componen el archipiélago: según el Gobierno Británico hay casi 800, la mayoría deshabitadas. Para que el paseo sea lo más agradable posible, se recomienda llevar campera con piel de oveja, o mejor, una oveja.