En nuestra tierra mediterránea, de veranos que suelen ser rigurosos, puede resultar difícil imaginar la cotidianidad de la vida en el continente blanco con temperaturas muy por debajo de cero grado. En los asentamientos humanos de la Antártida, de ese lugar hablamos, la vida transcurre de manera muy diferente. El poeta Neruda escribió: “Allí termina todo / y no termina: / allí comienza todo/ se despiden los ríos en el hielo, / el aire se ha casado con la nieve, / no hay calles ni caballos / y el único edificio / lo construyó la piedra”. Quizás esa gran diferencia con el paisaje de nuestra ciudad tornaba más interesante la existencia aquí del Museo Antártico “César Augusto Lisignoli”. En el año 1983, cuando el mismo ya estaba instalado en la cuadra del 1400 de Corrientes, era visitado por numerosas delegaciones escolares. Hasta allí llegó un veinteañero trabajador municipal, Eduardo Gustavo Giambroni. Un año antes había ingresado como empleado del Estado local, en la Dirección de Cultura. Alguien le preguntó si quería ir a trabajar al museo que se había quedado sin personal. Eso sí, le dijeron, tenés que estudiar. Tres décadas después Giambroni recuerda “fue Alfredo Angeli quien me contactó. Me dijo tenés que estudiar sobre la Antártida y dar clases en las escuelas. Me entregaron mucho material. Estudié y comencé a dar charlas en escuelas y en el propio museo”. Le habían dicho que podría viajar al continente de los hielos, pero eso nunca pasaba de ser una frase que cada tanto repetía algún funcionario. Pero un día lo sorprendieron diciéndole “te vas a la Antártida dentro de 15 días… Tuve que hacerme estudios médicos en Buenos Aires, en un lugar donde se los hacen los aviadores”. Estando todo bien, Giambroni partió para una estadía que duraría 20 días, “luego un avión me iría a buscar. Teníamos que ir a la Base Esperanza, pero primero pararíamos en la Base Marambio, donde descendería el Hércules. Desde allí, con un avión chiquito nos trasladaríamos a la Esperanza…”.
El viaje de ida se desarrolló según lo planeado. Era a fines del mes de julio del año en que recuperamos la democracia. Llegó, recuerda, con un clima “muy, muy lindo, habrá hecho unos 10 grados. Una jornada preciosa, entonces me pareció una cosa espectacular, tuvimos dos días así”. Estuvo tres días en Marambio luego se trasladó a Esperanza. “… Ahí sí conocí todo el rigor de tener unos 35 grados bajo cero, vientos de 120 kilómetros por hora que hacen que tengas que salir atado para que el viento no te lleve porque ya no hay nieve, queda el hielo, el piso es como un vidrio y no podés agarrarte”. Eduardo no era ni el primero ni el único villamariense que viajaba a la Antártida, de hecho él mismo dice recordar otras personas de la ciudad que, por distintas circunstancias, estuvieron en ese lugar y como ejemplo da el nombre de Víctor Alves que llegó a ese territorio helado cuando cumplía con el servicio militar obligatorio.
Entonces no existía Internet, en el lugar no había teléfono con gran disponibilidad, la comunicación era mediante el uso de radio y telegramas. Para el uso del teléfono, que no siempre funcionaba bien, había unos minutos por semana. Eduardo recuerda que “entonces estaba de novio y a ella le mandaba telegramas pues era más fácil que hablarle por radio”. En tanto le resultaba muy difícil hablar con su madre, pues ella atendía por el aparato telefónico y debía decir “cambio” cuando terminaba de hablar y esperar que del otro lado dijeran lo mismo para retomar la palabra “le era muy difícil coordinar eso…”. Esa falta de comunicación, señala Giambroni, le fue difícil de soportar, quizás por aquello que también escribió Neruda “es sola allí la soledad del mundo”.
Cuando el paisaje de la Antártida se nota que aún lo tiene seducido, lo describe con pasión: “Conocí varias bases, de diferentes países. Andar por la Antártida, con tipos baqueanos como los que me llevaban, que se las conocían todas, es espectacular. Claro que siempre en vehículos con oruga y cerrados. Era espectacular, pero se me hizo largo…”. Y realmente le debe haber parecido mucho tiempo pues los 20 días de estadía que estaban planificados se extendieron a tres meses. “El avión no pudo ir a buscarnos antes. La Base Marambio está relativamente cerca, a unos 20 minutos de Esperanza. Nos avisaban que había despegado el avión que nos venía buscar, al ratito lo veíamos venir, pero inmediatamente pegaba la vuelta. Preguntábamos qué pasaba y nos decían que se acercaba un frente de tormenta y por eso no podía llegar a la base donde estábamos. El día era radiante, pero a los cinco minutos llegaba la tormenta. Unas seis veces nos pasó eso, nos quedábamos con las valijas listas”. Pero señala que lo que más le incomodó fue que “pasado el mes allá ya no sabés qué hacer. No era como ahora. Estábamos en pleno tiempo de dictadura, eran todos militares. Claro que eso estaba terminando, pero igual se hacía como difícil aunque ya estábamos viviendo otra cosa. Se venía la democracia. Incluso yo volví al continente el 30 de octubre el día que ganaba Alfonsín…”. Volviendo a lo poco que tenía para hacer dice: “Cuando llegaba tormenta, podía durar 15 días, te aburrías. Había algo a lo que llamábamos cine, era un televisor y una video junto a unas 30 películas. Una cantidad que si te apurabas, las veías en un par de días”. Sigue explicando lo cotidiano del lugar, “los sábados nos reuníamos. En la Base Esperanza había mujeres, familias, en las otras sólo hombres, así que allí ellas hacían huertitas y cada tanto nos comíamos una lechuga. Nos dábamos eso gustos. Pero pasan cosas muy diferentes, por ejemplo, salir para ir adonde nos reuníamos todos a comer un sábado, llevar unas cervezas y cuando llegabas estaban congeladas. O ver que el cocinero preparaba una gran bandeja de helado y en lugar de ponerla en la heladera la sacaba afuera y al rato estaba listo…”, como esas cosas cuenta a montones, las mismas que compartía con los alumnos en la clases que solía dar sobre la Antártida o en las charlas que dictaba invitado por diferentes instituciones cuando aún trabajaba en el museo.
Habla de su regreso al Lisignoli, con la experiencia de haber estado en la Antártida, la gran cantidad de escolares de diferentes niveles que concurrían al mismo. “En ese momento el museo era muy importante. Lisgnoli había sido un tipo con más de 20 campañas anuales en la Antártida, una figura de relieve en la ciudad. El museo crecía, venía mucha gente a verlo, pero de pronto dejaron de remplazarse los animales embalsamados que se arruinaban. Fue como que el museo se estancara, dejó de crecer, entonces quien había venido una vez ya no venía más. Toda la literatura que nosotros teníamos para regalar a las escuelas empezó a escasear, la Dirección del Antártico empezó a pasar por una crisis económica como todo el país y dejó de reponer eso…
Luego comenzaron a cambiar de lugar al museo hasta que terminó siendo una salita y cuando se convirtió en una salita fue algo absolutamente inexistente y no sé si ya les servía para algo a las escuelas… Se fue apagando y el museo se terminó…”. Las expresiones de su cara muestran lo que lamenta que pasara eso.
El recuerdo lo regresa a la Antártida, a ese lugar que describe como “uno de los pocos lugares vírgenes e inexplorados que quedan en la tierra… Mucho de lo que se hace es en la costa, son muy pocos los tipos que se adentran, que llegan al polo sur geográfico o al polo sur del frío, por ejemplo. Son distintos polos, distintos lugares cercanos, pero alejados de todas las costas…”. Giambroni recuerda como una experiencia maravillosa aquel viaje que le mandó a hacer el Estado municipal, en él recogió experiencias que alimentaron las charlas con niños y adultos. Y cuando este hombre de ojos celeste nos contaba acerca de la vida en aquello tan austral, todos estábamos más cerca de ese territorio que reivindicamos argentino.