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5 de Marzo de 2014
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Desbordados
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Me asusté cuando se abrió el asfalto y empezó a brotar el agua. Un ojo del río se burlaba del albardón y de las leyes de la física saltando para abajo y rápidamente comenzaba a extender su color chocolate por la avenida costanera. 
En la crecida de la semana anterior había apostado por el optimismo, más por pereza que por convicción, desestimando las sugerencias de mi mujer para que imitase a la mayoría de mis vecinos y armara unas defensas con bolsas de arena. 
Aquel había sido un round de estudio, la “mancha chocolatosa” sólo había cubierto las veredas  y el trabajo ininterrumpido de los empleados municipales,  bombeando agua y armando terraplenes calmaba la ansiedad generada por las malas nuevas de la próxima apertura del Piedras Moras preanunciando que ahora la cosa iba enserio. 
La aparición del ojo supurante fue el iceberg contra el que chocamos los habitantes del Vista Verde, cuando empezamos a hacer agua, cuando me ganó el pesimismo, a pesar de que prestamente la Municipalidad procurara dos flamantes y poderosas bombas impulsadas por tractores igual de nuevos para intentar hacer el achique de ese barco que comenzaba a escorar hacia estribor. 
Mientras pergeñaba medidas para lograr la estanqueidad del hogar, mi mujer llevaba los chicos a lugar seguro y a su regreso iniciamos el ascenso a la planta alta de todo lo que pudimos. 
Afuera era incesante el ir y venir de los camiones y las máquinas del municipio tratando de tapar ese ojo maldito. Todo fue en vano. El embate final llegó desde el otro extremo, a babor, desde la ruta 158 el incesante ulular de las sirenas de los Bomberos nos anunciaba la llegada de un flujo increíble de agua que acabaría por hundirnos.
Salimos como pudimos con el auto hasta la ruta y volví caminando a buscar el perro. El agua me llegaba a las rodillas, corría con fuerza hacia el río, hacia mi casa, a reencontrarse con el ojo y cerrando un juego de pinzas digno de la blitzkrieg alemana. 
En ese trayecto me crucé con el intendente, caminaba sin compañía, con las botas puestas, instando a los vecinos a evacuarse, ofreciendo sus manos por si alguien las necesitaba. 
Lo perdí de vista cuando encontré a mi perro y emprendí el regreso a la firmeza de la ruta, que ya se había convertido en la cabeza de playa de los náufragos, de los vencidos. 
Puesta a recaudo familia y mascota, me acordé del comandante Schettino y de la imperativa voz del comisario de la isla de Griglio que le ordenaba volver al Costa Concordia -Schettino, ¡va a bordo catzo!  ¡va a bordo! me repetía como un mantra mientras volvía a la casa, no con la intención de hacer la gran Langsdorff, más bien con la certeza de evitar la incertidumbre de los aconteceres que sobrevendrían.
Antes de que saliera el sol el agua había alfombrado el interior de la casa, inútiles resultaron todos los sistemas de defensa preparados, el agua brotaba desde todos los sitios imaginables. 
Me senté resignado en la escalera, cuando vi pasar flotando entre mis pies la carpeta que la noche anterior me había mostrado mi hija más chica, ansiosa por empezar la escuela, con la sonriente figura de Violetta en su tapa.
A media mañana, empleados municipales con un tractor intentaron hacer funcionar las bombas de achique, el agua les llegaba al pecho, desde la planta alta observó el denodado esfuerzo que hacían. 
Reconocí al intendente encaramado sobre el guardabarros del tractor. Muy bien, pensé. 
Una pala mecánica frontal se acercó, traía en su balde elevado a un camarógrafo y una periodista, que entrevistaban en plena faena al intendente. 
El camarógrafo hace un paneo general y me descubre en la ventana, levanta la mano, lo imito y pongo el pulgar hacia arriba, fin de la entrevista, el intendente sube a la pala mecánica y se retiran. 
Los empleados siguieron insistiendo un par de horas más, pero el agua corría con fuerza anegándolo todo. Sólo algunas ambiciones parecían mantenerse a flote.
Tratando de reservar la batería, no contestaba las llamadas y mensajes que me llegaban de los amigos. Sintonizaba la radio para tener alguna idea de qué esperar. 
Las noticias eran alentadoras, el pico había sido al mediodía y ahora iríamos en baja. Contrariamente, notaba que el nivel subía, infatigable, cada vez más. 
Asomado al balcón veía la casa de mi vecino que un par de meses antes se mudara a un departamento en el centro. El cartel con grandes letras rojas de "se vende" subrayado por un fluctuante marrón chocolate parecía una ironía. 
El fue uno de los primeros habitantes del barrio. Lo  encontraría al otro día sentado en el guard-rail de la ruta, con la mirada clavada en el fondo de la calle, “que suerte tuvo vecino al mudarse antes”, le dije. “No, querido -me contestó- mi casa es la que está allá, bajo el agua, tengo una vida puesta ahí”. 
Cuanta razón tenía, reflexiono ahora, sentado en la casa de mis viejos que me cobijó durante mi niñez y adolescencia, en la que estamos ahora evacuados, después que un par de bomberos en canoa me convencieran de abandonar la casa, ya entrada la noche. 
Pienso que cada pedazo de pared de esa casa que abandoné lleva, como una piel, las huellas de mi historia. Que esta herida de agua quedará en ella y en los míos, con la hondura de una cicatriz y la fortaleza de un crecimiento.
Apenas me reuní con mis hijos, la más pequeña me preguntó si había podido salvar la carpeta nueva, le contesté que sí, que Violetta estaba asustada porque no sabía nadar, pero la había rescatado justo antes de que el agua la alcanzara. Me sonrió con todos los dientes antes de abrazarme y darme un beso. 
La psicopedagogía actual dice que a esa edad los padres son los ídolos, quien escribe, tuvo que apelar a la mentira para no contradecirlos. 
Ahora, a la lista de prioridades la encabeza comprar una carpeta nueva. Le sigue, cerquita, volver a casa.
 
Gustavo


 

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