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8 de Marzo de 2014
Los expedientes X de la Pampa Gringa
Los chicos de la inundación
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Foto inundación de 1906, esquina de Latanzzi, gentileza Carlos Eduardo Puente, de la UNVM

I

De temperamento tranquilo, mi amigo Ariel dista mucho de ostentar el título de autoridad. Sin embargo lo es. De hecho, hace cuatro años que trabaja en el Departamento de Imagen y Sonido de la universidad restaurando fotos viejas, ésas que donan los vecinos merced a un programa de recuperación del patrimonio.
Solemos cenar todos los viernes en mi departamento y el menú siempre es el mismo: sándwiches de queso con cerveza. Acaso porque a esta altura de la vida la repetición nos sea más necesaria que de la anomalía. Y tal vez esta sea una buena definición de la vejez. 
Por todo esto es que me pareció extraño recibir una llamada suya un jueves a la noche. “Necesito contarte algo muy extraño que me acaba de pasar. Quizás me puedas ayudar. Paso por tu casa en media hora si la crecida me deja”. 
Esa noche, el Ctalamochita había subido a niveles preocupantes anegando barrios enteros. Uno de esos barrios era, precisamente, el suyo. No hubo queso ni cerveza, sólo café. De alguna manera, el menú tenía que estar a tono con la extrañeza.
 
II

Al principio, la historia de  Ariel me pareció pura sugestión de la imaginación. Pero luego, reconociendo su casi nula inclinación hacia lo fantástico, no me quedó más remedio que aceptarla y, al igual que él, intentar una explicación. 
“Acabo de ver en la calle al chico de la foto” -fue lo primero que me dijo. Tenía la voz tomada por un nerviosismo que no le conocía. Le dije que no entendía nada pero igual prosiguió. “Desde hace dos semanas vengo restaurando imágenes de los sesenta, cuando un cardenal estuvo en la ciudad. Pero hoy me llamaron para que dejara a monseñor y me pusiera con unas fotos de la inundación que acababan de recibir. Me dijeron que las había traído una señora y que las necesitaban urgente para ilustrar un informe sobre la crecida. Así que me puse manos a la obra. Casi todas mostraban el agua tapando lugares conocidos, y hasta había una con caballos tirando un sulky empantanado. Pero en otra, la más rara, había unos chicos en la puerta de la iglesia, justo a dos cuadras de donde vivo. En la parte de atrás decía: Evacuados de los barrios pobres, inundación de 1906. Cuando la amplié en la pantalla, tuve un escalofrío. Sentí que uno de aquellos chicos me estaba mirando a los ojos. Esperá, no trato de decirte la estupidez de sentirme observado porque el chico miraba a la cámara. Me pareció que había algo más, como si el chico me estuviera mirando en el presente y no desde el pasado; y que intentaba decirme algo antes del click”.
Le dije que “entendía” su sensación pero que no veía a dónde radicaba su angustia. “Es que al salir del trabajo pasé por el lugar de la foto. ¡Y ahí estaba el mismo chico! Estaba sentado en el mismo umbral y me miró como en esa foto de mil novecientos seis; una mirada llena de desesperación”.
Se produjo una pausa en la conversación, acaso para que yo encajara el impacto de un hecho extraordinario. Pero aquella historia no tenía ninguna consistencia para mí y se lo hice saber. Le dije que era perfectamente normal que un chico cualquiera lo mirara en aquel lugar y que en medio de la oscuridad y por mera sugestión haya superpuesto la imagen de la foto a la de la realidad. “Esas cosas pasan y se llaman proyecciones” le había explicado con paciencia pedagógica. “Sí, a eso también lo pensé. Pero la visión del chico real me había pegado tan fuerte, que sentí que tenía que volver a la oficina para corroborar. Y no sólo te puedo decir que se trataba del mismo chico, sino que cuando amplié su mirada con el zoom en la pantalla, en medio de sus pupilas aparecí yo. ¡Era mi silueta con el paraguas abierto y algo me colgaba del cuello, igual que esta camarita digital!”
 
III
 
Sin tener conocimientos técnicos de fotografía, le dije que no podía ser, que seguramente esa constatación era una casualidad, que aquel día de inundación también debió haber llovido y mucha gente debió andar con paraguas. “Sí, el mismo razonamiento que hice yo. Pero cuando puse el zoom en los ojos de los demás chicos no había nadie con paraguas sino la silueta del fotógrafo de aquellos tiempos; un hombre con trípode y sombrero”. Yo no sabía qué decirle pero él continuó, tal vez como viniendo en mi ayuda. 
“Supongamos -dijo- que el hombre reflejado en las pupilas del chico no haya sido yo, que fuera el reflejo de otro que pasaba. La pregunta es ¿por qué en los otros chicos no? Y otra ¿por qué sentí que el chico me miraba a mí? ¿por qué hubo una serie de coincidencias que me hicieron verlo en la calle y luego poner el zoom en sus ojos y confirmar sospechas? ¿Y por qué creés que lo volví a ver de nuevo hace un rato? Porque cuando salí de la oficina me lo volví a cruzar en el mismo lugar… Así que le pregunté qué hacía a esa hora solito. Me contestó que estaba esperando a su hermano, que se había perdido en la creciente. Se llama Eduardo, me dijo. Y se metió corriendo en un pasillo”. 
La charla no se extendió demasiado y por alguna razón me dejó más perturbado que antes. Me costó dormirme pensando que en ese momento un chico caminaba por las veredas buscando a su hermanito perdido y un hombre (que encima era mi amigo) estaba enloqueciendo o había empezado a ver fantasmas. Pensé que de todos modos tenía un conocido a quién consultar sobre el tema, el parapsicólogo Nemesio Torres. Con la firme decisión de visitarlo al otro día, me dormí como si paladeara un ansiolítico.
 
IV
 
Mi entrevista con Torres fue por demás positiva. Si bien no me explicó de manera científica el encuentro de mi amigo con el chico, al menos me desarrolló una teoría de la imagen bastante más amplia que la de Ariel.
“De acuerdo a quienes estudian los fenómenos paranormales, los fantasmas no serían otra cosa que imagen y sonido proyectadas en el tiempo. ¿Cómo se explica que una persona se aparezca cien años después en el mismo lugar con la misma ropa y hable con la misma voz? Hay miles de reportes que dan testimonio de estas apariciones. Lo que no han podido dilucidar los investigadores es si esas imágenes son interactivas o fijas; es decir si no son meros hologramas como en La Invención de Morel. Pero también hay otro tipo de avistamientos: los que ven a seres del futuro. Muchos los confunden con Encuentros Cercanos de Tercer Tipo, cuando en realidad son personas que aún no nacieron. Aunque en la línea del tiempo eterno, ellos son tan parte del pasado como los que ya se han muerto. En una palabra, te digo que en determinados momentos y merced a no sé qué emulsión en la sensibilidad del que mira y del que es mirado, las imágenes del pasado se pueden materializar en el presente y viceversa”. ¿Eso quiere decir -pregunté- que mi amigo podría haber visto a un chico del pasado? “Podría ser. Pero también existe la posibilidad, de acuerdo a la teoría que te expliqué, que aquel chico de 1906 haya visto a un hombre del futuro, es decir a tu amigo. ¿El le sacó una foto a ese chico anoche?” Le dije que creía que no. Cuando nos despedimos en la puerta, el parapsicólogo me dijo: “Me gustaría hablar con tu amigo para ver la coloratura de su aura. A lo mejor tiene algún poder para atraer esas imágenes. Acaso su trabajo lo haya predispuesto sin que él lo sepa”. Le dije que se lo haría saber. Al caer la tarde lo llamé a Ariel. “Tengo novedades para vos”, le comenté. “Yo también -me dijo- ¡Gracias a Dios es viernes y las cosas vuelven a la normalidad!”
 
V
 
Esa noche le comenté mi visita al parapsicólogo. Y cuando llegó la parte en la que Torres pidió ver “la coloratura de su aura”, Ariel largó una carcajada. “¿Así que ese gordo chanta te da lecciones de imagen y sonido y vos lo escuchás en vez de preguntarme a mí?”. Su observación tenía lógica, sí; pero luego le comenté que de momento, las explicaciones de Torres eran las únicas que arrojaban luz sobre su caso. Entonces le pregunté si había fotografiado al chico. Pero me cortó en seco. “Mis noticias son menos espectaculares que las tuyas. Y no tienen que ver con ningún fantasma sino con un niño que perdió a su hermanito hace más de cien años”. “¿Y eso no es un fantasma?” -le pregunté. “¡Claro que no! Seguramente me dejé sugestionar por la foto y por la silueta reflejada en su mirada que vagamente se parecía a la mía. Pero esta mañana pedí los datos de la señora que trajo las imágenes de 1906 y la fui a buscar. Doña Lattanzi tiene ochenta y dos años y colaboró durante más de cincuenta con la iglesia. Las fotos que trajo son un préstamo del archivo de la diócesis. Así que le pregunté qué sabía de aquellas foto de los evacuados. Me contó que las había traído Genoveva Casas; una señora que perdió un hijo en la crecida. Le pregunté si el chico perdido se llamaba Eduardo. “No –me contestó la señora- el chico perdido se llamaba Francisco Casas, porque era hijo natural, pero su segundo nombre efectivamente era Eduardo, tal como le decía su hermano. Lo tengo anotado en el archivo. El que se llamaba como vos era su hermano mayor. Fue el que lo buscó durante dos meses hasta que también desapareció. Algunos dicen que al chico lo robaron para ponerlo a trabajar de peón; otros que se lo tragó algún pantano porque estaba todo el día en el río buscando a su hermanito. Lo más curioso es que al poco tiempo de la desaparición de Ariel, encontraron el cuerpo de Francisco. Estaba enredado en las raíces de unas barrancas y lo vieron cuando el río bajó. Doña Genoveva reconoció el cuerpo y desde entonces no hizo otra cosa que consagrarse a la iglesia”. Le pregunté a la señora si sabía a dónde estaba la tumba de Francisco y me hizo que sí. Luego me dibujó un plano en el cementerio La Piedad. Así que mañana le voy a llevar a Francisco una flor y una foto –dijo mi amigo. “¿Qué foto?” -le pregunté un poco alterado. “¿Qué foto va a ser? La de su hermano en la crecida de 1906, cuando lo buscaba… Acá no hubo nada paranormal, pibe; mucho menos imágenes que viajan en el tiempo. Acá sólo hubo una serie de coincidencias extrañas, lo reconozco, pero que sirvieron para llevarme a descubrir una historia muy humana. Y en todo caso, lo más parecido a un fantasmas fue la voz interior que me dijo: mañana le llevás todo eso al chico, esa es tu obligación”.
Cuando Ariel estaba a punto de irse, le volví a preguntar si había fotografiado al chico del umbral la noche anterior. Me dijo que sí. “Pero era una foto bastante mala que no está bien de luz. Esta mañana le pude sacar mejor porque lo volví a ver. Estaba jugando con otro nene. Me dijo que era su hermanito y que había aparecido. Quedate tranquilo que no se llama Francisco sino Axel. Esta noche te mando las fotos”.
 
VI
 
Pocas horas después, mi amigo cumplió su promesa. Me había enviado tres fotos que mostraban a un niño de unos ocho años; un chico común de esta ciudad. Sólo que en la foto nocturna no parecía él, debido quizás al efecto de la oscuridad. Sin pensarlo, puse el zoom en la mirada diurna del niño y vi la silueta inconfundible de Ariel con su cámara digital al cuello. Pero al ampliar la foto nocturna, quien se reflejaba en sus pupilas no era la misma persona; era una imagen borrosa de un hombre con un trípode y un sombrero. Y aquellos ojos pasaron en pocos segundos de la calma a la desesperación, del silencio al grito; a una súplica tan humana que no se pude desatender cualquiera sean las creencias.


 

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