Por
El Peregrino Impertinente
En la zona central de Japón, no muy lejos de Tokio, se cuelga de los cielos el colosal Monte Fuji. Icono de la nación asiática, fue, es y será no sólo un regalo bonito de la Naturaleza, sino también factor de inspiración para todo el pueblo nipón. Sirva como ejemplo la marca de insumos fotográficos mundialmente conocida que lleva su nombre, y cuyos dueños aseguran que no fueron ellos quienes tomaron el nombre de la montaña, sino que fue la montaña la que les robó el nombre a ellos.
Lo primero que destaca de este volcán es su envergadura: son 3.776 los metros de altura que ostenta, ni uno más ni uno menos. De ahí que se lo conozca como “Minanaro”, que en japonés significa “tres siete siete seis”. En fin, que siempre fueron bastante raros estos tipos para poner nombres. Que vengan Mazinger Z, Koji Kabuto o Pikachu a prestar testimonio. No así Meteoro, terrible traidor de la cultura oriental cuyos huevos de Pascua han hecho llorar a miles y miles de críos en nuestro país.
Esas dimensiones son las que permiten contemplar al Fuji desde diversos puntos del país, a distancias importantes. O en Tokio mismo, aún con el terrible smog de la capital. Lo que se aprecia es su fabulosa cúspide cónica, cubierta eternamente por un manto inmaculado. “La cima es tan blanca que hasta parece nevada”, exclama un turista, a lo que el guía le pega una cachetada bien puesta, tal como marca la tradición japonesa cada vez que alguien dice una huevada.
Otros brillos del monte aparecen en su ladera sudeste, residencia de un impresionante cráter, y en los preciosos alrededores, donde descansan cinco lagos. En ellos se refleja la imagen del Fuji y la de Godzilla, que gruñe el lado con medio edificio en una mano y un avión en la otra.