Ya se había fundado antes, pero el inca Huayna Capac fue el que hizo grande a Quito. Después vinieron los españoles a hacer cosas horribles, y a teñirle el cuerpo con esa arquitectura colonial que desde el principio le sentó de maravillas. Herencia de aquella época es también el mestizaje, que en la capital del Ecuador manda. Los locales van con la piel tostadita, tan del corazón de los Andes. Por esas mismas calles empedradas del centro caminan que te caminan, realzando con su revoloteo y color lo que ya de por sí es sumamante bonito.
A 2.800 metros de altura sobre el nivel del mar, la ciudad goza de un movimiento sin desquicios. Es gigante, no se crea. Avenidas interminables que recorren ese valle angosto y largo, encajonado con una cadena montañosa de cada lado, el indomable volcán Pichincha de referente. El tránsito circula ordenado (en buena parte gracias al innovador sistema de buses con carril central exclusivo, como si de vía de tren se tratara) y desfila por una metrópoli que, a grandes rasgos, no tiene brillos. Hasta que llegamos al casco histórico, y nos callamos la boca.
¡Que delicia de paseo, señores! Si es que la médula de Quito es una maravilla. Brotan incesantes los atributos, con edificios coloniales a los cuatro costados. Están las sugestivas construcciones, dos plantas, balcones, arcos, el adoquín al suelo, estrechas las calles, las decenas de iglesias, los palacios. Todo, con los cerros de fondo y el calor social de un pueblo amable de verdad, que llena las cuadras de vida, de Sudamérica, y que ama el aire libre, el clima templado de “La Sierra” (como llaman los ecuatorianos a todo el centro del país, dónde pasan los Andes), soleado muy, y lluvioso también. Después aterriza la noche, y el ritmo cae por un precipicio. En esta patria, se acostumbra ir a la cama temprano (rara avis en un continente docto en lunas). Entonces se prenden las farolas, y el viajero se da un gustazo en el silencio.
Dos plazas y mucho encanto
Pero mejor caminar el centro de día, que es cuando resplandece de verdad. La Guayaquil y la Sucre son avenidas, aunque ni cuenta nos damos, por lo apretado de sus espacios. Las veredas apenas dan lugar al peatón, amontonado él entre el vendedor de cigarrillos, el diariero y la infinidad de restaurantes, cadenas de comida rápida y tugurios que venden el pollo, el arroz y la papa frita a más no poder. En eso, aparece la Plaza Independencia, magnífica. Tiene de vecinos al Palacio Carondelet (la sede del Gobierno y el hogar oficial del presidente), y a la Catedral Metropolitana. A la vuelta nomás, continúa el recuento de joyas: la iglesia de la Compañía (una de las obras barrocas más loadas de América), y el Palacio de la Vicepresidencia. Y ya que estamos con Palacios, hay que nombrar el Gangotena, el Hidalgo, el Arzobispal… el listado es muchísimo más extenso, y da cuenta de la época dorada de la urbe.
Sigue la recorrida, y con ella la visita a la iglesia de Santo Domingo y a su plaza, y a la bohemia calle La Ronda. A partir de allí cambia un poco el panorama, los tintes de la metrópoli moderna saltan a la vista, y con ella el cerro El Panecillo, otro ícono, la Virgen coronando. Volviendo al plato principal, la certeza se hace absoluta: el casco de la ciudad es uno de los más bellos y mejor conservados conjuntos de construcciones coloniales del mundo (Patrimonio de la Humanidad). La plaza San Francisco es otro ejemplo. Un cuadrante inmenso, de pura piedra grisácea rodeada de inmuebles de amarillo y blanco, y la iglesia San Francisco, repleta de obras de arte en el interior.
Fuera del centro histórico, surge la monumental y gótica Basílica del Voto Nacional, el coqueto y movido barrio de La Mariscal, y el teleférico que lleva a las faldas del volcán Pichincha, el mismo donde el general Sucre y sus tropas vencieron a los realistas en 1822, en una de las batallas independentistas más épicas e importantes de nuestro continente. Ahí cayeron los españoles, y se fueron. En Quito dejaron mucha miseria. También un legado arquitectónico extraordinario.