El éxodo villanovense
Se aquietaba el canto de los gallos cuando las aguas entraron a Villa Nueva. Eran las siete de la mañana de aquel 21 de diciembre de 1891 y la invasión acuosa comenzaba a gestar el dolor comunitario mientras las campanas del templo redoblaban sus lúgubres sonidos. El río avanzaba por distintos frentes y motivado por una clara consigna: destrucción y muerte.
En forma ordenada, las autoridades de Villa Nueva también avanzaban evacuando las viviendas que encontraban a su paso. A la hora de iniciada la inundación, el agua sobrepasaba el metro de altura y corría como un líquido tifón por las calles villanovenses. A partir de ese momento, se vivieron escenas desgarradoras. Muchos vecinos se negaban a dejar sus viviendas y había que desprenderlos a la fuerza de su modesto mobiliario, al que se aferraban inconsciente y desesperadamente.
La tragedia, como siempre ocurre, iguala a los hombres de distintas condiciones sociales y los uniforma en lo que son: seres humanos entre la vida y la muerte. Quien estaba en condiciones de hacerlo se sumaba a la legión de voluntarios que recorría las calles salvando la vida del prójimo. Los evacuados eran llevados a zonas altas en las afueras del pueblo, donde aguardaba la asistencia que ya se había solicitado al Gobierno provincial.
El pueblo comenzó a quedar vacío y a las 10 nuevos sonidos se agregaron al del bramar de las aguas, a los gritos desgarrados de quienes eran arrastrados por la inundación y al incesante trepidar de las campanas. Era el ruido espectral de los derrumbes. Los ranchos de adobe cedían en su base y caían estrepitosamente. También las casas de ladrillo se derrumbaban y quedaban bajo las aguas como sepulcrales montañas de escombros.
Cuenta la crónica de esa época que uno de los anónimos héroes dedicados a las tareas de salvataje tuvo que arrojarse al agua desde su caballo y nadar hasta un árbol, del que sólo emergía la copa, para rescatar a una madre que permanecía entre las ramas abrazada al cadáver de su pequeño hijo, muerto de fiebre la noche anterior, al que no quería dejar abandonado al designio de la correntada.
Al promediar la tarde, las aguas se aquietaron. Su ímpetu había doblegado al terraplén del ferrocarril a Rufino, inaugurado ese mismo año, y el líquido drenaba hacia los campos.
Simultáneamente, también Villa María sufría las calamidades de la inundación. Las aguas llegaron hasta la plaza Sur -actual San Martín-, pero antes arrasaron con Villa Cuenca, el emprendimiento barrial que Pedro Viñas concretara un año antes. Este era el comienzo de los golpes que la naturaleza le asestaría a los sueños urbanísticos de quien fuera el primer intendente de la Villa.
Pero también otros adelantos del progreso sucumbieron ante el paso arrollador de las aguas. Los rieles del tranvía a caballos y los cables del sistema telefónico tendido entre los dos pueblos fueron inutilizados por la creciente. Después de esta inundación, el novedoso tranvía ya no volvió a circular por las polvorientas calles de las dos Villas. Entre tanto, desde Villa María -afectada en menor medida- llegó el gesto solidario hacia la arrasada Villa Nueva.
Las carpas que arribaron desde Río Cuarto a la estación ferroviaria para albergar a los evacuados villanovenses no podían ser trasladadas hasta los improvisados refugios. El puente Vélez Sarsfield, construido hacía una década, se encontraba anegado en sus dos extremos y era imposible atravesarlo. Fue entonces que el italiano Rafael Pellegrini tomó la decisión de tender un puente colgante desde Villa María y construir una balsa para de esa manera cruzar la ayuda que llegaba al pueblo menos afectado. Así pudieron arribar a destino las carpas y otros enseres para los evacuados.
Pero el gesto altruista de Pellegrini se vio coronado como tal, cuando se negó a recibir la reposición del dinero que había utilizado en la implementación de estas medidas de emergencia. No lo quiso aceptar por parte de la Cruz Roja ni de la Municipalidad de Villa María.
Navidad bajo el agua
Había regresado la calma a Villa Nueva. Los vecinos, entre la remoción de escombros, el reencuentro de familiares, la penosa recuperación de pertenencias y el aventamiento de las alimañas que pululaban por el pueblo, se aprestaban a recibir la Nochebuena.
Pero al despuntar aquel 24 de diciembre, las campanas de la iglesia volvieron a batirse a las 4.30 de la madrugada anunciando otra creciente del río. Nuevamente el pueblo comenzó el éxodo. Los que permanecían en sus viviendas aún en pie las abandonaron de inmediato, concientes de que ahora la intemperie les tocaba a ellos. La imagen de aquel amanecer fue patética. Un retrato espectral de un pueblo sumido en la angustia y la pena. La gente abandonaba Villa Nueva en carros cargados con sus pertenencias, a caballo, caminando con bolsas colgando del hombro. Otros empujaban carretillas, donde algún niño se entremezclaba con ropa o alimentos. En la masiva huida, los caballos y algunos carros caían en pozos que el agua abría en las calles. Algunos eran profundas zanjas que literalmente se tragaban a los animales y en las que se perdían las preciadas cargas que la gente trataba de llevar consigo.
A las 8, el pueblo estaba casi desierto. Sólo quedaba una veintena de personas, entre las monjas franciscanas y el personal policial. El pueblo se iba y el agua llegaba. La gente no quería mirar hacia atrás, pero las explosiones de las casas que se despeñaban sobre sí mismas impedían el intento de no detenerse. Todo estaba más vulnerable luego de la inundación del lunes 21.
A la calamidad del agua indeseada, se sumó una tormenta ciclónica que, como preludio de la que no sería una noche buena, se desató sobre la región. La noche del 24 de diciembre de 1891 no tuvo parangón en lo que a imágenes del espanto se refiere.
El agua corría violentamente por las calles desiertas y se llevaba todo lo que encontraba a su paso, arrasaba con árboles y paredes, destruía sembradíos y exterminaba animales. Por su parte, el viento huracanado completaba la destrucción con saña inédita para la memoria colectiva del pueblo. Hasta las carpas donde se guarecían los evacuados fueron arrancadas de cuajo y expulsadas a la altura por los remolinos de aire.
Recién el día 29 las aguas bajaron y el sol brilló sobre el lúgubre paisaje. Otra vez, lentamente, Villa Nueva comenzó a repoblarse con el regreso de los que habían tenido que buscar refugio en las zonas más altas.
Llevaría mucho tiempo recuperar la cadencia de la cotidianeidad pueblerina. Pero ya nada sería como entonces; no siempre se borran las lágrimas.
Las crecientes del río quedarían como un estigma para la antigua y señorial Villa Nueva; mientras del otro lado del río, la Villa María beneficiada, entre otras cosas por el favorable desnivel topográfico, aceleraba su rauda marcha hacia el progreso.
Los estragos causados por las crecidas y desbordes del río Ctalamochita llevaron a la empresa inglesa Ferrocarril Central Argentino a presentar ante el Gobierno nacional un proyecto para construir un dique que nivelara las aguas y a su vez fuera aprovechable para riego.
Así es como en la Quebrada del Río Tercero -actual localidad de Embalse-, como se conocía al paraje, el 10 de diciembre de 1911 se coloca la piedra fundamental de la obra. Pero el inicio de la Primera Guerra Mundial ocasiona el abandono del proyecto por parte de la empresa inglesa. El mismo es retomado en 1927 por los ingenieros argentinos Santiago Fitz Simon y Juan Carlos Alba Posse, con perspectivas de mayor magnitud. El nuevo proyecto, que se llevó a cabo entre 1927 y 1936, previó la construcción de un dique principal de 50 metros de alto y 360 de largo construido en roca granítica.
De esta manera, las aguas de los ríos Santa Rosa, Grande, Quillinzo y la Cruz, tributarios del Ctalamochita, inundaron las 5.426 hectáreas que forman el embalse generador, a través del dique, de la energía eléctrica de la que se proveen las ciudades de Río Tercero, Almafuerte, Córdoba y Villa María. Tiempo después, se construyó el dique Piedras Moras.
Pero el río no perdió su memoria geológica y siempre estará dispuesto a aventurarse por sus antiguos cauces. Sobre todo, cuando presiente que ha recuperado su libre albedrío.
Rubén Rüedi