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2 de Abril de 2014
Violencia y venganza urbana - Liliana Costabello, de un proyecto social de barrio Las Playas, sostuvo que “no miramos al otro”
“En vez de invertir en golpes, lo hagamos en participación”
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“Cuan­do uno co­no­ce sus his­to­rias se en­cuen­tra con una te­rri­ble rea­li­dad, de que sus vi­das no tie­nen nin­gún va­lor. Si la pro­pia no tie­ne, me­nos pue­de te­ner la ajena”
Des­de ha­ce do­ce años lle­va ade­lan­te el pro­yec­to “Ra­yi­to de Es­pe­ran­za” en Pa­ra­guay 429 de ba­rrio Las Pla­yas, una apues­ta a la in­clu­sión so­cial. Li­lia­na Cos­ta­be­llo es li­cen­cia­da en Tra­ba­jo So­cial, tra­ba­ja en el área de edu­ca­ción no for­mal de Cá­ri­tas y tie­ne una vas­ta tra­yec­to­ria en el cam­po so­cial. Ayer re­ci­bió a EL DIA­RIO pa­ra ha­blar de la es­ca­la­da en la vio­len­cia ur­ba­na en al­gu­nos pun­tos de la Ar­gen­ti­na.
- Co­mo mu­jer que ha­ce mu­chos años tra­ba­ja con ni­ños, ni­ñas y jó­ve­nes en si­tua­ción de vul­ne­ra­bi­li­dad, bus­can­do for­ta­le­cer­los, acom­pa­ñar­los, ¿qué sen­tís al co­no­cer ca­sos de lin­cha­mien­tos pú­bli­cos en el país?
- “Pien­so en có­mo la cri­sis se fue acen­tua­do y afec­tó el en­tre­te­ji­do so­cial. Evi­den­te­men­te lo que es­tá en si­tua­ción caó­ti­ca es el es­ta­do de de­re­cho, en el que to­dos so­mos su­je­tos de de­re­cho. An­te aque­llos que no se ajus­tan a la nor­ma­ti­vi­dad de una or­ga­ni­za­ción so­cial, no po­de­mos de­ter­mi­nar no­so­tros que ese tie­ne que ser su fin. Me pon­go des­de los dos es­pa­cios. Des­de el ha­ber su­fri­do un he­cho de in­se­gu­ri­dad y de ver la im­po­ten­cia y el do­lor que ge­ne­ra cuan­do al­go de tu in­ti­mi­dad se ha pues­to en pe­li­gro, pe­ro tam­bién des­de lo que me per­mi­te ver el es­tar tra­ba­jan­do du­ran­te tan­tos años con es­tos chi­cos, que me ha­ce re­pre­gun­tar có­mo un jo­ven de 16 años ya es­tá ter­mi­nan­do así. Cuan­do uno co­no­ce su his­to­ria se en­cuen­tra con una te­rri­ble rea­li­dad, de que su vi­da no tie­ne nin­gún va­lor. Si la pro­pia no tie­ne, me­nos pue­de te­ner la aje­na. Cre­cie­ron con com­pli­ca­cio­nes con su iden­ti­dad. Hay un enor­me pro­ble­ma de iden­ti­fi­car­se con al­guien. A no­so­tros nos com­pe­te ver qué es­ta­mos ha­cien­do con ellos, que des­pués es­tán pre­de­ter­mi­na­dos en ter­mi­nar en si­tua­ción de de­lin­cuen­cia. Si des­de la in­fan­cia ha si­do gol­pea­do, no es­cu­cha­do, es­ca­sa­men­te es­co­la­ri­za­do, si de vez en cuan­do co­mió, si tu­vo un abra­zo de vez en cuan­do, tie­ne en­ton­ces una re­sis­ten­cia a con­vi­vir en so­cie­dad.
Ojo con quie­nes so­mos los re­fe­ren­tes de los ni­ños. Ahí en­tra­mos to­dos. 
Con los lin­cha­mien­tos he­mos re­tro­ce­di­do cien­tos de años. Qué pa­só con es­te de­sa­rro­llo so­cial que nos es­tá de­vol­vien­do a cien­tos de años de la his­to­ria, en las que se re­sol­vían las cues­tio­nes so­cia­les por la ley del más fuer­te. En ca­da gol­pe que le pe­ga­ron al chi­co, des­car­ga­ron pro­ba­ble­men­te to­da su ra­bia. No pu­die­ron ver­lo co­mo un otro, di­fe­ren­te a mí, pe­ro que en de­ter­mi­na­do mo­men­to po­dría ha­ber si­do yo. ¿Cuan­do pro­pi­na­ban el gol­pe, no se les cru­zó el ros­tro de sus hi­jos? Hay que po­der pen­sar que es­te chi­co en su his­to­ria per­so­nal pue­de ha­ber atra­ve­sa­do si­tua­cio­nes tre­men­das. Con es­to, no aprue­bo que el chi­co sal­ga a ro­bar, a dis­pa­rar a una ma­dre, a en­ca­ño­nar a una cria­tu­ra. Tra­to de ver de qué for­ma la si­tua­ción, lo cul­tu­ral, lo eco­nó­mi­co, lo po­lí­ti­co, lo so­cial, nos lle­vó a es­te cua­dro y a ana­li­zar có­mo sa­li­mos. La al­ter­na­ti­va, des­de mi jui­cio per­so­nal, es tra­ba­jar en lo que sea. Ta­lle­res de ra­dio, de coo­pe­ra­ti­vis­mo. Lo fun­da­men­tal es que pue­dan te­ner uso de la pa­la­bra. Que pue­dan de­cir qué les pa­sa y que el adul­to se to­me el tiem­po de oír. A ve­ces co­mo adul­tos nos sa­be­mos to­das. Ba­ja­mos las nor­mas, las re­glas, las san­cio­nes, pe­ro ¿en qué mo­men­to los es­cu­cha­mos? Hay que per­mi­tir­les que ha­blen, que des­cri­ban los su­fri­mien­tos in­ter­nos que tie­ne la in­fan­cia. Al ni­ño hay que pro­te­ger­lo pe­ro tam­bién es su­je­to de de­re­chos. Hay va­lo­res éti­cos que ne­ce­si­ta­mos re­cu­pe­rar, el de ayu­da mu­tua. Hoy no nos in­te­re­sa el otro. Na­die pen­só qué le pa­só al que fue ata­ca­do. No pa­ra apro­bar­lo, si­no pa­ra sa­ber en qué par­te he­mos fa­lla­do en un sis­te­ma que los fue aco­rra­lan­do. Es­toy con­ven­ci­da de que no tu­vo el ac­ce­so a la opor­tu­ni­dad. Los juz­gue­mos si han te­ni­do ac­ce­so a to­do y sin em­bar­go es­co­gie­ron ese ca­mi­no, pe­ro cuan­do han que­da­do sin opor­tu­ni­da­des, no”. 
- ¿Has no­ta­do cier­to con­sen­so so­cial a es­tos ata­ques?
- “Sí. La gen­te de­po­si­tó en ca­da gol­pe su in­sa­tis­fac­ción, su mie­do, su can­san­cio. ¿Pe­ro por qué no re­ver­ti­mos es­to y a esa in­ver­sión en gol­pes la trans­for­ma­mos en par­ti­ci­pa­ción? En par­ti­ci­par pa­ra lo­grar un cam­bio en la cues­tión so­cial. Mu­chos creen que el cam­bio es res­pon­sa­bi­li­dad del otro. Se en­tien­de que la di­ri­gen­cia nos ha da­do pé­si­mos ejem­plos, pe­ro tam­bién te­ne­mos que ser cons­cien­tes de que no fue­ron pues­tos a de­do. Al­guien los eli­gió, hay que ha­cer­se car­go.
Es­te no te­ner tiem­po pa­ra po­der mi­rar a los ojos al otro, la po­si­bi­li­dad de sa­lu­dar­te, abra­zar­te, nos ha ro­to los vín­cu­los so­cia­les. Me nie­go a pen­sar que es una cri­sis ter­mi­nal, sí de­be­re­mos ha­cer­nos car­go, mu­chos, pa­ra re­cu­pe­rar­nos. Los me­dios nos han gol­pea­do fuer­te, por­que nos han di­cho que se es exi­to­so si se tie­ne un gran ve­hí­cu­lo, et­cé­te­ra. Se­gu­ra­men­te es­tos chi­cos apo­yan la na­riz en un co­mer­cio vien­do el úl­ti­mo te­lé­fo­no que sa­le, con una Asig­na­ción Uni­ver­sal que ya no le re­suel­ve la vi­da a na­die. Ni a par­che lle­ga. Se ha­bla del la­bu­ro: ¿us­te­des creen que con lo que ga­nan po­drán com­prar lo que quie­ren? Cuan­do uno ve en EL DIA­RIO los cla­si­fi­ca­dos pi­den jó­ve­nes con ex­pe­rien­cias y tí­tu­los. Si sos jo­ven, ¿có­mo vas a te­ner ex­pe­rien­cia? Que­re­mos jó­ve­nes in­clui­dos, los ha­ce­mos car­go de su no in­clu­sión pe­ro cuan­do los lla­ma­mos a tra­ba­jar les pe­di­mos un mon­tón de co­sas. Pa­ra te­ner ex­pe­rien­cia, hay que dar­les la po­si­bi­li­dad. 
Al­gu­nos de no­so­tros te­ne­mos cla­ro que que­re­mos el au­to, la com­pu­ta­do­ra, la me­sa. ¿El otro, no pue­de de­sear lo mis­mo que yo? En ese de­seo, equi­vo­can el ca­mi­no. Es­tán en ba­rrios em­po­bre­ci­dos, co­men de vez en cuan­do, con la dro­ga ta­pán­do­les la ca­be­za, lo que les fa­ci­li­ta un mun­do má­gi­co que les per­mi­te ol­vi­dar los do­lo­res de sus his­to­rias. ¿Quién pen­só en ellos an­tes?  Nos to­ca ve­nir pe­lean­do de aba­jo muy a con­tra­ma­no por­que la gen­te su­fre la in­se­gu­ri­dad y el Es­ta­do nos ha de­ja­do so­los en mu­chas si­tua­cio­nes. Creo, por su­pues­to, que los ve­ci­nos es­tán asus­ta­dos pe­ro equi­vo­can el ca­mi­no. No es en el gol­pe don­de nos sal­va­mos, si­no en la unión con el otro, en pa­rar la pe­lo­ta y ver qué les pa­sa a es­tos jó­ve­nes. Si­ no, sal­ga­mos a ma­tar a to­dos.
- ¿Es el mo­men­to más crí­ti­co que has vis­to?
- En lo que tie­ne que ver con la vio­len­cia sí. Ha­ce doce años que tra­ba­ja­mos y al ini­ciar te­nía­mos una in­fan­cia en si­tua­ción de vul­ne­ra­bi­li­dad ali­men­ta­ria, ba­jo pe­so, des­nu­tri­ción. Hoy apa­re­cen otras cues­tio­nes. Yo me pre­gun­to: quién se atre­ve­ría dar­le tra­ba­jo a un jo­ven que no ter­mi­nó la se­cun­da­ria, que tie­ne pro­ble­mas de adic­cio­nes y de vín­cu­los. ¿Quién ten­dría el co­ra­je de acep­tar­los y ha­cer­se car­go de un jo­ven, pa­ra lo­grar un je­fe de fa­mi­lia y hom­bre de dig­ni­dad? Es cos­to­so que los otros com­pren­dan que es­tos otros, a los que ve­mos tan di­fe­ren­tes, pue­den cam­biar. Dé­mos­le la opor­tu­ni­dad de ha­cer­lo.
- ¿Quié­nes le tien­den la ma­no a es­tos jó­ve­nes?
- Hay mu­cha gen­te tra­ba­jan­do en ba­rrios y con bue­na in­ten­ción, pe­ro hay una pe­que­ña fa­len­cia: la in­di­vi­dua­li­dad. Cues­ta el tra­ba­jo en red. Las or­ga­ni­za­cio­nes de ba­se so­mos las que po­de­mos re­cu­pe­rar los vín­cu­los co­mu­ni­ta­rios.
- ¿Qué te cuen­tan los chi­cos? ¿Cuá­les son sus sue­ños, frus­tra­cio­nes?
- Veo que com­pran lo que les ven­den los me­dios de co­mu­ni­ca­ción. Quie­ren ser fa­mo­sos. Hay que cam­biar los va­lo­res éti­cos, ha­cer ver que uno pue­de lo­grar el de­sa­rro­llo sin te­ner que an­dar en un ce­ro ki­ló­me­tro. Tie­ne que ver con un de­sa­rro­llo in­ter­no. Es muy di­fí­cil pe­lear­lo con­tra los mo­de­los que ven­den los me­dios, los que a su vez ven­den lo que uno quie­re com­prar. Hay que re­cu­pe­rar los va­lo­res que hi­cie­ron his­to­ria en la cons­truc­ción so­cial. Re­cu­pe­rar el te­ji­do que nos per­mi­tía sa­lir a la ca­lle y ofre­cer­le un ma­te al ve­ci­no. Son va­lo­res co­ti­dia­nos y sen­ci­llos.
La in­fan­cia hoy no es­tá aten­di­da. El Es­ta­do lo­cal es­tá en deu­da. ¿Por qué el chi­co lim­pia vi­drios? ¿Pa­ra con­vi­vir con sus pa­res­?¿Por ne­ce­si­dad? ¿Por qué hay chi­cos en cor­ta­de­ros de la­dri­llos, en quin­tas, ni­ñas ha­cien­do ta­reas do­més­ti­cas y al cui­da­do de sus her­ma­nos me­no­res? ¿Có­mo de­fi­ni­mos al ni­ño? En el Par­la­men­to de los Ni­ños no es­tán to­das las vo­ces, no es­tán los de los cor­ta­de­ros, los que su­fren el aban­do­no de los adul­tos. So­bre ellos se ne­ce­si­ta le­gis­lar.

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