Por aquel entonces, el Palace Hotel de Villa María tenía mucho más de “palacio” que de “hotel”; y los viajeros que pasaban la noche bajo su techo partían con la sensación de haber sido alojados en un fabuloso Versalles del Sudeste. Los sábados por la tarde las damas de la nobleza tomaban el té con torta ataviadas con sombreros emplumados, y las quinceañeras se reunían en su salón vestidas de encaje o de percal; y más que cumpleañeras parecían bailarinas pintadas por Degas o frágiles adolescentes de Toulouse-Lautrec. Por cierto que en aquel Palace de mediados de los 50 tampoco faltaban los artistas. El muralista Fernando Bonfiglioli tenía una suerte de “stand” donde vendía obra propia y de amigos; y el escultor Leopoldo Garrone estaba radicado en una de sus habitaciones.
Quienes hayan tomado un café por aquellos días en su salón, tal vez recuerden esta escena: una bella joven que llega del brazo de su novio en la mañana (un apuesto muchacho de traje y sonrisa perfecta) y toma asiento en una de sus mesas para que un hombre de anteojos (nada menos que Leopoldo Garrone) la retrate a la carbonilla. La escena se repetirá durante cuatro sesiones hasta que el dibujo quede terminado. Y acaso el testigo memorioso pueda volver a presenciar el momento exacto en que el dibujante le muestra la obra a la dama y ella, loca de alegría, felicita al autor y se besa con el muchacho sonriente. Y con aquel rollo bajo el brazo (diploma artístico que certifica su juventud y su belleza) sale a la vereda llena de sol de calle Mendoza y se vuelve a abrazar con su novio. Pero la chica no piensa en la belleza ni en la juventud (esos dones naturales del presente) sino en el futuro, ese tiempo maravilloso donde habita la esperanza.
Si el testigo fugaz aún recuerda a esa pareja saliendo del brazo del Palace Hotel en alguna mañana del ´56, que la guarde fielmente en su corazón. Porque entonces habrá registrado un momento muy parecido a la felicidad, al final de una película romántica. Sólo que para los días de la vida aquella historia acababa de empezar. Y no era romántica sino un drama, como por otra parte lo son todas las películas que protagonizamos hombres y mujeres acá en la Tierra.
Breve charla con una musa
Toco el timbre en una esquina de barrio Maipú de Córdoba y en el silencio de una mañana gris aparece la dama del retrato. Han pasado 58 años de aquella otra mañana soleada en Villa María, pero por más increíble que parezca la reconozco al instante. Y es que contra todos los pronósticos, su mirada sigue intacta; prodigio ante el implacable paso del tiempo o fabuloso mérito del artista para captar la eternidad de los rasgos. Nora me hace pasar a su casa con una mezcla de amabilidad y diligencia, en absoluto exenta dequieta dulzura.
“¿Así que sos de Villa María? ¿Así que te viniste a Córdoba para que te cuente del cuadro? ¿Así que me querías conocer?” Le digo a todo que sí, y antes de prender el grabador la mujer empieza a recordar una historia que a veces parecerá hondamente vivida y otras veces sonará casi ajena, como si alguien se la hubiera contado. ¿Será que los seres humanos cambiamos tantas veces de piel que las emociones lejanas desaparecen como antiguas cicatrices? Juzgue el lector.
“Yo tenía 19 años y ese retrato fue un regalo de mi novio, que era amigo del artista -dice la mujer-. Por ese tiempo, Garrone estaba en el Palace. No sé si vivía ahí o atendía ahí. Lo único que sé es que mi novio iba siempre y un día me dijo que me quería hacer un regalo. Era un retrato hecho por un pintor profesional, pero yo tenía que posar. Así que fui tres o cuatro mañanas al Palace. Me acuerdo de Garrone perfectamente. Era un hombre de lentes, todavía joven, y me dibujaba con mucha paciencia”.
Sin embargo, ahí se terminan todos los recuerdos de Nora como modelo de un artista. “A lo mejor una se olvida porque hay cosas que es mejor no recordar” -comenta. Le pregunto por qué dice eso. “Porque ese cuadro me trae muy malos recuerdos. Si bien esos momentos con mi novio fueron hermosos, después de casados la cosa anduvo mal y nos separamos. Tuvimos tres hijos pero él me dejó literalmente en la ruina. Hizo un montón de malos negocios y me hizo perder un campo de 500 hectáreas, que era toda mi herencia”.
-¿Y cómo es que el cuadro terminó en el museo?
-Eso es lo que yo me pregunto, porque varias veces estuve a punto de hacerlo pedazos. Ese cuadro anduvo por todos lados. Hasta que una tía me dijo que lo tenía ella y me lo trajo. Pero no lo quería colgar más por eso que te decía. Así que lo tuve años adentro del ropero. Pero me parecía una pena. Entonces le dije a mi hijo Gustavo si no lo quería donar al museo, porque yo sabía que Garrone había sido un artista importante. Y a ese retrato no lo quería más ni ver.
-¿Y qué pasó?
-Que mi nuera Mercedes lo hizo enmarcar de nuevo y lo donó. Luego me contaron que la gente del museo estaba muy agradecida, que pocas veces se da que donen un retrato de alguien como Garrone y menos que la persona retratada aún siga viva. Por suerte me lo saqué de encima. Ese cuadro me traía malos recuerdos…
-Sin embargo no todo debió ser tan malo, porque en el cuadro se la ve con una expresión muy esperanzada, con unos aros y una camisa muy hermosa…
-¡Sí, claro que en ese tiempo tenía esperanzas! A tal punto que tres años después nos casamos. Y también me acuerdo muy bien de lo que tenía puesto cuando posé; una camisa de piel de durazno que es la que sale en el dibujo, una pollera azul que no sale (risas) y unos aros que mi novio me había regalado. Los había hecho hacer especialmente por un orfebre de Balnearia, que era su pueblo.
-Por lo visto, su novio tenía un gran romanticismo; le hizo hacer un retrato con un artista, le hizo fabricar unos aros con un orfebre…
-Sí, en ese tiempo tenía una veta muy romántica; es cierto… Pero después de casados todo cambió, y empezó a tener otras cosas “no tan románticas” (risas). Hasta que nos separamos…
-¿Y qué pasó después?
-Le pedí que se fuera y que no volviera nunca más. No me importó la plata que me robó ni lo que había pasado. Sólo quería empezar otra vez mi vida. Y así lo hice. A los dos años de llegar a Córdoba me casé por segunda vez. Estuve 28 años con mi segundo marido hasta que murió, hace menos de dos años.
-¿Y su novio del ´56, qué pasó con él?
-Un hermano mío lo ubicó no sé cómo. Me dijo que estaba viviendo en Bolivia con una mujer de ese país, y que estaba muy pobre. Hace diez años, la mujer nos envió una carta diciendo que él había muerto. Eso fue lo último que supe y ahí se termina la historia.
No había mucho más tiempo para hablar con Nora. Acababa de llegar de un viaje por Asia y tenía que arrancar el ritmo de sus días. “Desde hace un tiempo todo lo que quiero hacer es viajar. Ahorro como una loca y me voy sola a todos lados. Mi debilidad es el Tibet. Ahí quiero volver. Pero he conocido casi todo el mundo: Vietnam, Egipto, Turquía, casi toda Europa…”. Y la mujer me muestra un planisferio clavado en su pieza con chinches de colores en todos los países en donde estuvo. Veo que le falta muy poco para llenar ese álbum fabuloso.
Finalmente hacemos la foto en el patio e intento retratarla desde el mismo ángulo que Garrone, pero no estoy seguro de conseguirlo. Sólo sé que al ver sus ojos iluminados por la luz ambiente, vuelvo a ver los ojos de aquella Nora del año 1956, bella y resplandeciente. Durante el segundo que dura el click vuelvo a repasar su historia y pienso que nada de eso pasó; que su relato no era más que uno de los tantos futuros posibles en un espectro infinito que podrían haberse desencadenado a partir de aquella mañana en el Palace Hotel. Y me imagino (sin saber por qué) que mis ojos vuelven a ser los de su novio, que es él y no yo quien la está mirando desde donde yo la enfoco. Y que tras saludar a Garrone, los dos vuelven a salir a la vereda en busca de otro porvenir. Sí. Yo le volvía a dar los ojos al muchacho aquel y me quedaba sentado en la ventana, mirándolos a través de un hombre que tomaba un café en soledad; mientras al fondo de la calle Mendoza estaba empezando una película de amor perfecta.
Iván Wielikosielek
“La donación de esta obra es un ejemplo digno de imitar”
Sebastián Borghi es el coordinador del Museo Fernando Bonfiglioli y de este modo describe el dibujo recientemente incorporado a la colección.
“Se trata de un retrato a la carbonilla muy depurado y con un gran sentido del equilibrio. Incluso la firma está puesta en un lugar muy puntual y forma parte de la obra –dice este técnico en Artes Visuales - De Garrone ya teníamos un óleo, una acuarela, una escultura y otro retrato; así que ahora hay material suficiente como para hacer una pequeña retrospectiva suya. Este retrato estará expuesto durante todo el mes”.
Respecto a la donación, Borghi comenta que “a toda obra de Garrone o de un artista de su calidad la recibimos con mucha alegría; ya que hoy no tenemos presupuesto para la adquisición de pinturas. Además, la donación de Gustavo Gutiérrez (hijo de Nora) y su esposa Mercedes, me parece un hermoso ejemplo digno de imitar, ya que hay mucha gente que tiene obras en la casa y no sabe qué hacer con ellas. A esas personas les pedimos que confíen en el museo, porque esa obra va a estar en buenas manos y será cuidada y expuesta como Patrimonio de la ciudad”.
Acerca del artista, cabe destacar que Leopoldo Garrone nació en Santa Fe en 1916 y murió en Córdoba en 1986, pero a su mayor actividad como artista y docente la desarrolló en Villa María, dedicándose muy especialmente a la escultura. Fue autor de los monumentos a la Madre de Villa María (1957), Ballesteros (1959), James Craick (1960) y Etruria (1964). También esculpió los bustos de Manuel Anselmo Ocampo, Amadeo Sabattini y Dalmacio Vélez Sarsfield en las calles de la ciudad; junto al de Carlos Pellegrini (Banco Nación) y el de su amigo Fernando Bonfiglioli (propiedad de la familia del muralista). La estatua a los españoles (Buenos Aires y España) y el Gaucho del Parque Tau en Bell Ville también son de su autoría.