Por Pepo Garay Especial para EL DIARIO
Marsella es el Mediterráneo. En las costas del sureste de Francia, la ciudad se forjó a partir del azul del mar, y alrededor de lo que él le daba fue construyendo las riquezas que hoy la pintan, y la identidad tan particular que la distingue. Una metrópoli con cantidad de tonalidades, del glamour del puerto y los edificios históricos, del colorido social que le dan las comunidades argelinas y marroquíes, minorías que por estos pagos se asemejan a mayorías.
Nacida como puerto hace más de 25 siglos, a nadie extraña que sea uno de los puntos de intercambio comercial más importantes de Europa (privilegiada su ubicación, justo en el medio del triángulo España-Francia-Italia). Mucho menos la pluralidad de gentes y estilos que se ven por sus calles, hija de ese carácter multicultural y cosmopolita que lleva de tatuaje.
Por el puerto
La vieja zona portuaria es bella y coqueta. Una extensa dársena que hace las veces de carta de presentación de esta urbe y su millón de habitantes. Ayer terminal de barcos comerciales que llegaban y partían desde y hacia todos los rincones del mundo (actualmente el verdadero puerto se ubica a unas pocas cuadras de allí), hoy se muestra como paradero de yates y pequeñas embarcaciones. A los costados, son varias cuadras de cemento y mucho restaurante, café y bar, las mesas recibiendo el sabor de dos invitados permanentes de Marsella: el sol y el viento. La panorámica también incluye a las distintas obras arquitectónicas que hacen saber que esto es Francia, y a las colinas de abruptas calas, muy de Provenza, con la Basílica de la Notre Dame de La Garde conquistando una de ellas.
Otros referentes del área son los fuertes de Saint Jean y Saint Nicolás, el Palacio de Pharo, el Ayuntamiento y la impresionante Catedral de la Mayor (de fuerte influencia bizantina, Siglo XIX). Todos ellos dan al Mediterráneo inmenso, vital. La panorámica encierra asimismo una pequeña isla dominada por el temible Castillo de If, el mismo que alojó a Edmundo Dantés en la mítica novela de Alexandre Dumas, “El Conde de Montecristo”.
Ahí, de cara al mar sobre un tímido cerro, silba el legendario Le Panier. El barrio de los artistas, de la bohemia, que el viajero inhala y exhala paseando por las calles dormidas, en subidas y bajadas, la ropa tendida en los ventanales. De pronto un cafetín, una exposición de pintura, una reunión de músicos al aire libre, todo muy sencillo y austero. Mujeres con boinas, polleras y botas altas, familias de inmigrantes charlando en la vereda, bigotes y pañuelos, y desde algún balcón, la dulce voz de un violín.
Bajando con rumbo al centro, destaca la elegante arquitectura los siglos XVII y XVIII de la calle de la Republique, y el movimiento del Boulevard de La Canebiére. Entre la caminata, las calles algo desalineadas y hasta sucias para los estándares europeos, aparece el encanto de las comunidades marroquíes y argelinas en todo su esplendor. Ruidosas ellas, con sus puestos de verdura en la calle, y las decenas de restaurantes que ofrecen cuscús y tangine de pollo igual que en Casablanca o Argel. Más tarde, el paseo se completa con la visita a la Abadía de San Víctor (Siglo IV) y a los distintos jardines y parques como el Colline Puget, el Valmer y el del monumental Palacio Longchamp.
La mar, también al final
Ya en las afueras del casco céntrico, el Paseo Marítimo, la cornisa Kennedy, las playas del Prado y el barrio Les Goudes posibilitan el nuevo encuentro con las olas. Para profundizar en esa comunión, conviene dirigirse hasta el cercano Parque Nacional Calanques y deleitarse una vez más con el Mediterráneo, ahora transparente, acariciando las playas de piedra.