Especial para
EL DIARIO
yer, los barcos del mundo se estacionaban en sus costas, donde las bocas del Riachuelo, y de ahí el nombre. La Boca, uno de los barrios más emblemáticos del continente, era entonces el principal puerto de Buenos Aires. Recostado sobre el sudeste de la ciudad, el distrito fue cambiando su imagen de desolación por colorido y movimiento con el afincamiento de inmigrantes provenientes fundamentalmente de Europa. Y entre los europeos, los italianos marcando más presencia que ninguno. Y entre los italianos, los genoveses, quienes trocaron el mar Mediterráneo por el río de la Plata y en el suburbio porteño llegaron incluso a intentar fundar una república. La mixtura de gentes e idiosincrasias, con el tango y la bohemia de referentes, le otorgaron al lugar un aura muy especial.
Hoy, aquella estela resiste no sin temblores los embates modernistas de la gran ciudad y continúa mostrando un rostro poético, auténtico y fiel a su pasado. Aún a pesar del boom turístico y del paseo de extranjeros en tour, La Boca sigue siendo un sitio de culto y por lo tanto, un rubí para el viajero.
Calles austeras y hermosas
Las primeras sensaciones llegan de la mano de las casitas, cuando no, la madera y la chapa multicolor ganando el cielo. Son una constante por las calles austeras y hermosas, que con denominaciones como Palos, Magallanes o Almirante Brown, fortalecen la filiación con lo marino. Sin embargo, no son olas ni gaviotas las que se ven desde Vuelta de Rocha. Justo allí (donde en 1536 Pedro de Mendoza llevó a cabo la primera fundación de Buenos Aires), el Riachuelo realiza una curva y se ensancha, y se ensanchan las aguas pestilentes, y el insulto al medioambiente. Con todo, prima el encanto de lo añejo, el arrabal, el hierro desgastado del famoso puente Transbordador haciendo las veces de contador de historias. Esas que tan bien retratara Benito Quinquela Martín en sus pinturas y que junto con su autor son otra marca registrada de la zona.
Pegado está Caminito. Los 45 mil vecinos no le dan mucho crédito a este llamador de turistas, un tono algo artificial el que fabrica, pero inevitablemente el viajero se da una vuelta. Al fin y al cabo, bonito es, y representa una mística de hecho existente. Se trata de un callejón (lo llaman “Calle Museo”) plagado de “conventillos” (las características casas de chapa de dos y tres pisos levantadas por los genoveses) y un empedrado que da vida a barcitos, tiendas de recuerdos, pinturas, bailarines de tango, cantores y paisajistas.
Después, sobreviene la visita a otros íconos locales, como las iglesias Nuestra Señora de los Inmigrantes y San Juan Evangelista, el reputado Cuartel de Bomberos Voluntarios y la plazoleta homónima, la Torre del Fantasma (donde algunos aseguran mora el fantasma de una pintora que allí se suicidó), el Museo de Cera, las típicas pizzerías (un espectáculo del comer), el Colegio Pedro de Mendoza y Museo Quinquela Martín, el Teatro de la Ribera, la Casa Amarilla y, frente al descuidado Parque Lezama, el Mural Escenográfico, hábitat de los dibujos que inmortalizan a personajes de la talla de Maradona y Troilo.
Para el final, lo que tranquilamente podría haber sido el comienzo, por su relevancia y legado cultural. Es la Bombonera, hogar del Club Atlético Boca Juniors, a la que se puede ingresar a través del Museo de la Pasión Boquense. Uno de los estadios más legendarios del mundo y lo que es aún más importante, el corazón del barrio.