“Esta semana soñé que tenía una casa, ja, ja”. Pablito acompaña la risa juntando la yema de todos los dedos de su mano derecha mientras la balancea de arriba a abajo, como colocando la expresión fuera de los parámetros de la cordura.
Son las 9 y en una reposera sobre la calle Alem, frente al subnivel, se deja dominar por los movimientos involuntarios que el frío genera en su cuerpo. De su cuello cuelga un cartel plastificado, que dice: “Una ayuda por favor. Gracias, soy Pablito!”. El que lo conoce, lo conoce así, un personaje de las calles céntricas de la ciudad, y no como Pablo Cabral, no vidente, de 33 años.
Hace referencia al sueño que tuvo una de las noches de la última semana, que pasó durmiendo en la Terminal de Omnibus, antes de pedirle al tipo que vende ropa interior en un puesto improvisado con cajones de manzana y con quien comparte vereda, que le cuide la reposera. Está en la calle. Agradece la invitación a un café, Pablito no tutea.
Hace frío en la Terminal
Hace una semana se vio obligado a volver a pasar las noches en la Terminal, lugar que ya albergó sus madrugadas en otras ocasiones. “La persona que me abrió las puertas de su casa durante mucho tiempo, Vanesa, tuvo algunos problemas y me quedé sin lugar donde vivir”, repasa y remarca sus agradecimientos hacia ella.
Necesita un lugar donde dormir, pero le da vergüenza tener que pedirlo. “Hay que ser caradura para estar en la calle”, dice, y cuenta que fue a la Municipalidad a pedir asistencia, pero que no logró dar con la secretaria de Desarrollo Social, Verónica Vivó. Lo atendió otra persona, y le dijo que volviera, “pero no pude, porque no duermo bien; por momentos me despierto y ni sé ni qué hora es”.
La reposera, que pudo volver a comprar luego de que le robaran la anterior, es su lugar durante el día, y estar así “es complicado”. “Antes podía al menos asearme, pero en la Terminal pregunté y los baños no están en condiciones para eso”, recuerda, mientras juega con la cucharita del café.
El frío lo arrincona, “porque la gente deja mucho la puerta abierta”, y convive con una trombosis en una de sus piernas que “es como si me quemaran desde adentro”. Pablito necesita ayuda y para quien pueda ofrecerle un lugar, un abrigo o un plato de comida, puede comunicarse al 154010255.
Escapándole al olvido
El único momento en el que a Pablito la sonrisa se le borra de la cara, es cuando retrocede algunas páginas en su historia de vida hasta llegar al momento en el que decidió dejar su Córdoba capital natal e instalarse definitivamente en la ciudad. “Cuando tenía 18 años, si no llevaba plata a mi casa, mi mamá me hacía dormir afuera, y me pasaba las noches en una escalera. Cuando era más chico, mi madrastra no me dejaba sentar, y me golpeaba cuando no podía escribir en la máquina Braille porque tenía frío en los dedos”.
A los 20 años, literalmente llegó a Villa María escapando de un padre ausente, una madre que no se hizo cargo de un bebé al que jamás se le encendieron los ojos y una madrastra alcohólica que “me cag... a palos”.
Allá quedaron siete hermanos por un lado y cinco por otro. Vuelve solamente a cobrar la pensión.
“Vine con lo puesto, no tenía nada. Me instalé en la puerta de La Bomba y me dejaron trabajar tocando el bongó para ganarme unas monedas, por eso le estoy muy agradecido a Pablo y Ariel Isabettini, y también a Javier Luppo y doña Lucía, que muchas veces me brindaron un plato de comida”, dice, sin querer olvidarse de la ciudad en su conjunto. “¿Qué me gusta de acá? La forma en la que la gente me muestra su aprecio, me saluda y se frena a charlar”. Sencillo, tanto como su necesidad de tener un lugar donde vivir.
Damián Stupenengo