Se fue con la lluvia de abril. Así, simplemente. Se fue y el adiós es una palabra que se disuelve entre esos lagrimones que se piantan frente a la computadora.
Difícil tarea tener que escribir en esta tarde de otoño que murió el “Negro” Avalle. Sí, el “Negro”. El hombre lleno de sueños, el caminante bohemio, el enamorado de la luna.
El aviso fúnebre nos nubla la vista. Falleció Edgardo Avalle, sus restos serán velados en la sala Van Gogh - de la Empresa Paviotti - y serán sepultados hoy a las 18.30 en el cementerio La Piedad.
Compleja tarea separar la labor periodística de los sentimientos. La noticia dice una cosa y el corazón grita otra. Ese corazón acostumbrado a los dolores rompe el silencio para repetir una y otra vez: el Negro no se fue.
El Negro se perdió en un sueño, de esos que tantos tenía, se escapó un rato de la Tierra. No se fue.
El Negro, seguramente, se escabulló entre los dispositivos de una computadora, esa herramienta que él conocía a la perfección.
El protocolo de la crónica me avisa que debo contar que Edgardo Avalle era analista de sistemas, que nació el 22 de octubre de 1961 y supo estar al frente de un hotel de la ciudad.
Debo decir también que era un tipo orgulloso de sus hijas, el primer amigo de su hermano y muy querido por aquellos que lo conocieron.
Un día, hace más de un año, le dijeron que estaba enfermo. Y allá fue, se operó y la siguió peleando. Cómo la peleó.
A los pocos días ya andaba descargando la batería de la notebook de tanto usarla.
Tantas cosas podría escribir y sin embargo sólo logro escuchar a mi corazón susurrando: el Negro no se fue.
El Negro se compró un pasaje de ida a la luna para estar con ella. Para eclipsarla. Para contarle los secretos de los bohemios, de los soñadores.
Para enseñarle, tal vez, que la muerte puede ganar una batalla pero jamás vencerá a la vida.
Porque la verdadera muerte en realidad es el olvido. Y el Negro no será olvidado.
Estará siempre presente en cada noche de luna, en cada lluvia de abril.
Nancy Musa