Potosí es una ciudad bella y pintoresca del sur de Bolivia, de 170 mil habitantes que parecen muchísimos más cuando uno otea el cuadro urbano desde las cercanas laderas y aprecia cómo las barriadas se expanden vastas por el valle. Un lugar atrapante que hace cuatro siglos atrás llegó a ser de las metrópolis más grandes del mundo, merced a la plata que brotaba del cerro Rico y que atraía a mercaderes, buscavidas y rufianes venidos de todos los rincones del globo. Los primeros “visitantes” en comprender la oportunidad de la empresa, está claro, fueron los españoles. Y por eso el casco histórico presenta ese semblante hispano colonial que tan bonito le sienta.
Aquí, el promedio de altura sobre el nivel del mar es de 3.800 metros, que se sienten al momento de moverse de más. No da para hacerse el atleta en los topes del altiplano, conviene recorrer el mapa tranquilito y sosegado, al modo de los locales. Sirve la hoja de coca para aplacar los mareos, si es que vienen. Ahí están las “cholas” de pelo trenzado y bombín y los señores con chaqueta de imitación de cuero y pantalones pinzados de tela, para mostrar que la tradición iniciada por los indígenas de mascar la célebre planta, sigue tan latente como siempre. El verde producto se vende en cada esquina por gramos, reposando en enormes bolsas de arpillera que enseñan que el consumo es grande.
Lo entendieron los españoles después de que, incrédulos, vieran cómo los fuertes y musculosos esclavos traídos de Africa caían como moscas en la dureza de las minas, mientras los indios, raquíticos y de semblante fantasmagórico, aguantaban la sed, el hambre y las durísimas jornadas de trabajo con resistencia sobrehumana. El secreto estaba en esas hojas que los negros se negaban a consumir y que los locales tenían siempre en la boca.
Más clara resulta la pintura en el mismo cerro Rico, principal atractivo de Potosí. Ayer vergel de plata, actualmente vive más que otros minerales (estaño y litio, por ejemplo). Para quien viene de afuera, la oportunidad se presenta próspera a los fines de conocer por dentro los avatares de la montaña y la historia. Tours organizados llevan al mismo corazón del cerro, entre pasadizos que a veces hay que cruzar agachado, casi gateando, pobre de aquel con problemas de claustrofobia. Casco y linterna a la cabeza, la experiencia sirve para explorar las raíces de la fortuna de la ayer llamada Villa Imperial y conocer de primera mano las lamentables condiciones laborales de sus actuales trabajadores.
Patrimonio de la Humanidad
Después de bajar de las faldas del cerro (para llegar a las minas se asciende hasta los casi 4.500 metros de altura), viene el revisar el centro como se debe. Un núcleo urbano que resalta con la pintura colonial, calles adoquinadas, arcos y tejados. La elegante y sosegada Plaza 10 de Noviembre es la médula de la propuesta, rodeada de la Catedral (estilo barroco, principios del Siglo XIX) y el edificio de la Prefectura. A la vuelta aparece la Casa de La Moneda, uno de los emblemas máximos de la ciudad. Construida a mediados del Siglo XVIII (sobre la original del Siglo XVI), cautiva con su arquitectura barroca (estupenda la fachada y los patios con fuentes), su museo y la cantidad de archivos coloniales que conserva, aquellos de cuando la hoy pobre Potosí era una especie de ombligo del mundo.
Aún mayores son las certezas del legado de la capital departamental en la visita a sitios como las iglesias de San Agustín y San Lorenzo, el Convento y Museo de Santa Teresa y la Compañía de Jesús (hay una quincena de templos de notable porte), el Pabellón de los Oficiales Reales, el Balcón Esquinero y el Teatro Modesto Omiste (ex-Iglesia de Belén). El paseo culmina con lo que los paisanos llaman “Antiguas plazuelas” como El Carbón, Del Rayo y Las Gallinas. Rincones donde el encanto de Potosí se aprecia en nueva cuenta.