De la mano de su bebida favorita, el viajero echa la cabeza hacia atrás y en la oscuridad de la noche contempla las estrellas, olfateando las quebradas que más que rodearlo lo invaden, como lo invade ese agua que bulle a 40 grados de temperatura y que lo tapa hasta el cuello. Está en medio de los cerros, en las termas de Fiambalá. Pueblo humilde e imponente del oeste de Catamarca, con panorámicas que sólo los vecinos de la cordillera de Los Andes se dan el lujo de mostrar.
Por ahora, el hombre no piensa en recorridas, si no en el regalo que le da la vida. Las termas son un complejo pequeño y sencillo, de piletones escalonados que suben en calor, lo cual se aprecia con el frío. Heladas las noches otoñales. Las de invierno, gélidas. Pero adentro del agua, el mundo es una maravilla. Las termas están ubicadas a unos 20 kilómetros de la médula urbana, y para llegar a ellas hay que seguir un camino asfaltado que trepa de a poco y va contando todo lo lindo de la zona. Horizontes que delinean cúspides, cadenas de belleza, y en la previa, territorio de aridez y desierto. Unas dunas de arena gigantes sirven de postal y de circunstancia para que, muy de vez en cuando, algunos locos las trepen a zapatilla limpia, en carreras hechas para maquinas, la calavera de una vaca como público.
Mientras tanto, las calles de tierra del pueblo duermen gustosas, muros de adobe en muchas de las viviendas. Lo típico: una plaza con su iglesia que protege, serán 15-20 manzanas donde poco pasa, porque hasta el turismo es escaso (una ironía, con lo espléndido del paisaje). Parsimonia extraordinaria, que apenas se sacude cuando viene el Dakar y su circo de motores.
Así, Fiambalá mantiene intacto el carácter. A tono, viene bien sentarse en un banquito, charlar con alguno de los cinco mil relajadísimos paisanos, compartir unas pasas de uvas. Las uvas, ese fruto que es el pilar económico del pueblo y de todo el Departamento de Tinogasta. Viñedos son los que dominan los campos, y hasta los patios de la gente, todos alimentando a las bodegas locales ganadoras de varios premios internacionales.
Casi en la frontera
Bien afuera, a 180 kilómetros del ejido municipal, aparece el Paso de San Francisco. Solemne el escenario natural que ofrece este paso fronterizo con Chile, a más de 4.500 metros de altura sobre el nivel del mar. Un billar el asfalto, desolado y hermoso, sitiado a los costados por suelos tan áridos como los de Fiambalá, que van a parar a las montañas. Las que parecen hechas con arena, marrones, grises, rojos y violetas de intérpretes. Por ahí deambula uno que otro guanaco, y el viajero que se pregunta de dónde salieron. Si es que acá no hay nada. O hay todo, según la perspectiva.
Al respecto, cantan los seismiles. Una cadena montañosa que tiene catorce miembros de más de seis mil metros de altura. Entre ellos, el Ojos del Salado (casi 6900), nada más y nada menos que el volcán más alto del mundo, y la segunda montaña más alta de América, sólo superada por el Cerro Aconcagua. Una delicia.