Este tema será sin duda muy criticado por todos aquellos que de buena o mala fe creen que a la Iglesia y más concretamente, a la jerarquía se la ha de defender activamente o al menos con el silencio. El “espíritu de cuerpo” opera en todos los niveles civiles y eclesiásticos. Pero yo entiendo en mi intransferible conciencia sacerdotal, que el primer deber del sacerdote es predicar a Cristo, es decir, predicar la verdad. Así de simple y así de históricamente trágico.
Además, los años me presionan... el margen de vida activa se me acorta... y con más años de sacerdocio que el mismo Sumo Pontífice actual, me cabe aquella sentencia del viejo Eleazar narrada en el libro Segundo de los Macabeos: “A mi edad ya no cabe la simulación”... Por consiguiente, escribiré lo que espontáneamente acuda a mi memoria en lo referido al tema propuesto: Confidencias de un sacerdote.
Mi vida ha estado de hecho y derecho en el clero católico. Desde los nueve años ingresé al Seminario Menor de los Padres Vicentinos en Escobar, provincia de Buenos Aires. Allí realicé mis estudios con buenos y ejemplares profesores, todos sacerdotes que convivían con los estudiantes. A los quince años obtuve el bachillerato con conocimientos del francés y del latín. A los 18 formulé los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia; a los 22 años recibí el orden sagrado sacerdotal, y fui destinado por largos años a la enseñanza en Argentina y en Paraguay. Allí en Asunción, como profesor del Seminario Metropolitano, ingresé también en estudios universitarios civiles, con la Licenciatura en Letras y Abogacía Civil. Presenté mi tesis doctoral con el Título: “Unificación del Régimen Matrimonial” obteniendo la máxima calificación. Posteriormente, obtuve licencia de mi Comunidad vicentina, para ingresar al clero diocesano de Villa María, donde gracias al obispo Alberto Deane y a su Vicario General, Ambrosio Avelino Antuña, pude actuar en el Instituto del Rosario de nivel terciario, hasta jubilarme como docente. El mismo obispo me envió al Vaticano a profundizar mis estudios con los Padres Jesuitas del CISIC. También regresé con la más alta calificación. Posteriormente, el mismo obispo me envió por breve tiempo a Norteamérica para misionar con los portorriqueños residentes en la ciudad de Patterson. En conocimiento de mi título de abogado civil, el cardenal Raúl Primatesta me nombró juez en los Tribunales Eclesiásticos de Córdoba.
Sin embargo, comenzaron mis insolubles problemas con la jerarquía argentina que se oponía radicalmente a la introducción del “divorcio civil dentro de la ley del matrimonio civil argentino”, propuesto al advenimiento de la democracia en 1983. Por mis declaraciones y escritos favorables a tal divorcio civil, fui removido del oficio de juez Eclesiástico, y luego, “suspendido a divinis”. Mi recurso a la Santa Sede, quedó sin respuesta y finalmente, mediante un Recurso Pastoral “ad usum Delphini”, me levantaron la suspensión... pero me mantuvieron hasta la fecha marginado del ministerio sacerdotal en plenitud.
Dejando de lado esta pequeña historia, no puedo remitirme a un silencio penal. Me he consagrado por vida al ministerio de la evangelización, y pido a Dios continuar hasta el fin, pase lo que pasare.
Con esta breve introducción, ahora podré en conciencia abordar un tema que tradicionalmente se mantiene oculto o prohibido. La verdad prima. Pero la verdad en caridad. Dios me ayude.
Primero: empezaré por mi propia vida sacerdotal. Libremente y con conocimiento de causa formulé los votos necesarios para el sacerdocio. El desarrollo de mis años y actividades fueron normalmente poniendo a duras pruebas el compromiso celibatario. Poco a poco, casi insensible y fatalmente llegué a situaciones muy tensas ante las naturales pulsiones sexuales. Finalmente y tras interna e intensas angustias, llegué a probar el para mí prohibido y delicioso manjar del amor femenino hacia mis diez años de sacerdocio.
Lágrimas y arrepentimientos y confesiones... Pero siempre acepté mi culpabilidad y regresé con nuevos propósitos a cumplir mi vocación sacerdotal. No podía acostumbrarme a vivir en pecado... Lo fundante en mi conciencia fue y es mi ministerio sacerdotal. Sin embargo, abrigaba la esperanza de que con las nuevas normas del Vaticano II, se introdujera la “opción libre” para que todo sacerdote pudiera privilegiar su vida de gracia según su intransferible conciencia y pudiera casarse sacramentalmente continuando su ministerio sacerdotal, como los sacerdotes católicos de rito oriental. Lamentablemente, esta fundada esperanza quedó trunca por la obstinación de la máxima autoridad papal...
Segundo: con mi conocimiento del derecho civil y canónico, pude actuar en varios casos concretos ante la Santa Sede a favor de sacerdotes que solicitaban la dispensa del celibato para casarse por la Iglesia. Esos trámites “inquisitoriales” no se compaginaban con la misericordia amorosa de Cristo... ¿Y la esposa? ¿Y los hijos? ¡Dios mío, qué dura es la Madre Iglesia, o sus Jerarquías! La vida de gracia no tan sólo es siempre posible mientras uno viva, sino que es un derecho subjetivo irrenunciable, que está sobre toda autoridad humana civil y eclesiástica. Les pido que recen con su esposa, que amen a sus hijos, y que nunca se crean separados de aquel Cristo a quien prometieron seguirlo en la difícil vocación sacerdotal. Pocos sacerdotes, quizás resentidos por la rigidez jerárquica sobre el celibato, aceptaron vivir esporádica o habitualmente con alguna mujer sin darle ni civilmente la esperanza de una unión estable. Lo cual es denigrante especialmente para la mujer. ¿Y quién es el responsable? Mío es el juicio, dice el Señor... que no hace acepción de personas...
Tercero: Sobre la obligación del celibato, pude hablar con muchas personas de distintos niveles, creencias e ideologías. La opinión general, aún entre los miles de egresados de los institutos católicos, es que el público no cree en el cumplimiento normal del celibato sacerdotal. Por lo tanto, cae uno de los argumentos para mantenerlo: que el celibato es un ejemplo de virtud que acrecienta la fe católica. Y entonces, uno se pregunta: ¿cuál es teológica, histórica o sociológicamente la razón para exigirlo con tanto costo personal en un mundo que busca la verdad y la máxima comprensión de lo humano, redimido por Cristo? ¡Si el celibato obligatorio es una ley canónica temporal y para un sector del catolicismo, y el matrimonio es un sacramento!
Cuarto: Muy lamentablemente, también he observado que ya algunos sacerdotes han perdido la fe... O al menos la fe en la Iglesia... Ya no alcanza ni siquiera esa “pícara” expresión en latín, que antes parecía un risueño chiste: con respecto a mujeres, “si non caste, saltem autem caute” (si no castamente, al menos cautamente...)
Conclusión: Sé que es una gran virtud el celibato mantenido libremente por muchos sacerdotes. Pero no se hace injuria peticionando el celibato opcional. “Pedro, no temas... navega mar adentro... Yo estoy contigo”... Cuando el público creyente no hable más del celibato obligatorio, sino del celibato opcional, es decir, libremente aceptado por el Reino de Dios, entonces, recién entonces, el celibato será creíble y será una virtud!