La noción de intemperie es definida en el diccionario como “al aire libre, sin techo ni otra protección”. Aunque esa sensación de desamparo no sólo puede ser asimilada por cuestiones climáticas o la carencia de estructuras edilicias.
El significado que se aborda en “Desde el andamio, la espera inevitable” es aquella ligada a una profunda soledad, a la desprotección del alma. A la irreparable angustia que carcome los espíritus más sensibles, a pesar de que residan en una gran urbe rodeados de ruidos, bocinas, manifestaciones populares y pavimentados ríos apestados de autos.
La puesta escénica que plantean el escritor Carlos Alsina y el director Diego Barzabal pone foco en un obrero de la construcción que vive literalmente en un andamio. Desde allí -lugar que al final de la obra cobrará un nuevo sentido- reconfigura su mundo. Con elementos rudimentarios arma la cotidianidad pequeño-burguesa: cocina, dormitorio y living para sentarse a leer el diario (aunque sea el mismo de todos los días). Su relación con el “exterior” se vale de reinterpretaciones antojadizas sobre el cielo (entiende al movimiento de nubes como funciones de cine), vecinos (con quienes empatiza sus aflicciones) y sus mascotas (que terminan formando un coro celestial de ladridos).
Su salvavidas espiritual es la imagen de la Virgen, con quien conversa y repara sus líneas morales de conducta. Y en el pasado, se hallan su mujer, “la Gorda”, y su amada carretilla, que le comprara su padre, también albañil.
El joven villamariense Andrés Fraire, quien encarna magistralmente al personaje, trabaja esos matices con una versatilidad envidiable. Además de la exigencia propia de sobrellevar un unipersonal (cuya densidad dramática puede descender en ocasiones para retomar luego con mayor vigor), el artista debe corporizar las cuerdas de la comedia y del drama en un vaivén constante. Además, requiere una óptima condición física para recorrer y utilizar todos los vericuetos del andamio.
A las múltiples significaciones que se le pueden endilgar a la pieza, entre ellas la reconversión de la pirámide social (arriba, en la cúspide, se halla el sujeto social acaso más marginado), se suman las palmarias reminiscencias a la “poética de la espera” de Beckett. “¡La idea es no aburrirse!”, grita desaforado como mantra utilitario que lo ancla a lo que, él cree, es la vida en el marco de su alucinación extrema.
El final modifica el sentido narrativo: el personaje percibe que está en el cielo y que su vida terrenal languidece “allá abajo”. Lo único que resta es dotar de creatividad a lo eterno, para no convertirse en el vacío mismo.
Juan Ramón Seia