Están allí desde mucho antes que en sus tierras se fundara la ciudad más antigua de la humanidad, Jericó.
Allí estaban cuando a ese territorio se lo llamó Palestina.
Cultivaban la huerta, los olivares, criaban cabras, veneraban a sus dioses y resistían invasiones.
Hace dos mil años, uno de ellos se rebeló contra el sistema imperante y del huerto de los olivos cortaron unos maderos, los llevaron al Gólgota y allí le sacaron la foto más ensangrentada que recuerda la historia.
Después, a la foto la hicieron estampita y con todos los correos posibles la difundieron por el mundo. Para que a nadie más se le ocurriera desobedecer al sistema.
El muchacho espinado era palestino, como su madre. De su padre poco se sabe, aunque mucho se presiente. Pero, seguro, los tres eran palestinos.
Eran de un país donde el cielo se estrellaba en la mística antigua y donde todos se parecían entre sí. Semitas eran, por el origen común de sus lenguas, por su descendencia de Sem, uno de los hijos del famoso Noé; el que una mañana se estremeció al ver la gran tormenta y cuando las primeras gotas cayeron, laboriosamente comenzó a construir una barca con camarotes para todos y todas, hasta para los animales.
Dicen que el reconocido astillero fue el último en subir y que cuando las aguas cubrieron la tierra zarpó con rumbo incierto gritando a los cuatro vientos: “¡Volveremos!”.
Su nave encalló en una cumbre de Armenia y desde allí volvió a gritar: “¡Estamos a salvo! ¡La vida continúa!”.
Los descendientes de ese prócer, del que no se registra iconografía alguna, fueron luego judíos, cristianos o islamitas.
Es decir, y según la teología, porque entonces no existían los libros de Historia, todos fuimos descendientes de ese hombre esmerado que, comentan algunos, hasta los naranjales cargó en su apoteótica nave.
Pero volviendo al espinado de Palestina, el presente lo encuentra casi igual.
Hombres y mujeres de extrañas latitudes llegaron a su tierra, la invadieron, ocuparon sus viviendas, sus sembradíos, sus aldeas, desterraron sus huertos y a ellos mismos.
Invocando papiros, tablillas y escritos inciertos fundaron un Estado sobre lo fundado por milenios.
En nombre de su religión, crucificaron al pueblo allí existente desde antes de la antigua Jericó.
Eran sujetos de una ambición extranjera que asentaba sus gruesos pies en la Tierra de Canaán.
Y luego llegó el terrorismo, las aldeas arrasadas, los refugiados, la supresión étnica y el muro de la ignominia.
Entre tanto, un niño llamado Bahir, como tantos niños, sigue jugando en la franja de Gaza; como si la historia no hubiera pasado, como si el futuro fuera verdad.
Bahir escribe en la pizarra de la escuela, a la intemperie y canta. Ancestrales canciones, canta. Mientras con la tinta sangre que dejaron los mártires de su Patria, en la pizarra escribe: ¡Palestina libre!
Y el rebelde espinado, desde la cruz asiente: ¡Palestina libre!
Rubén Rüedi