A los yanquis les encanta decir que Estados Unidos es la tierra de los derechos civiles, de la emancipación de los hombres y de la libertad, y el árabe que hace 10 años que está encerrado en Guantánamo sin saber por qué, los escucha y pone cara de arquero al que le acaban de empatar el partido en el minuto 48 del segundo tiempo. Pero ellos insisten en el concepto, y lo simbolizan con un ícono de fama planetaria: la Estatua de la Libertad.
El monumento está ubicado en una pequeña isla de la ciudad de Nueva York. Tiene 46 metros de altura (93 contando el pedestal donde reposa) y pesa aproximadamente 230 toneladas (unos 230 millones de gramos, dato que sólo sirve para hacer más rimbombante la cosa). Su vínculo con el tema de la libertad es directo: la estatua es una señora que lleva en la mano derecha una antorcha con la que ilumina al mundo (urgente el cambio de foquito) y en la izquierda una tablilla que representa la ley. La cara de la mujer luce una expresión adusta y comprometida, y al parecer su creador se habría inspirado en el rostro de su propia madre para moldearla. Las malas lenguas dicen que era una vieja muy fea.
Pero lo más curioso del asunto es que la idea de la estatua no nació en el país de los sueños, las oportunidades y la guerra nuclear, sino en Francia. Los galos se la regalaron en 1886 para conmemorar el centenario de la independencia de la nación norteamericana y como símbolo de la amistad entre ambos estados. De ahí que la dama de cemento mire hacia el viejo continente, como queriendo pispiar qué onda con la crisis.
Ayer, los inmigrantes europeos que escapaban de la guerra y la miseria llegaban en barco a las costas de Nueva York y lo primero que veían era el monumento. “Papá, papá ¿ése es Tribilín, verdad?”, preguntaba el niño al ver la estatua, a lo que el padre respondía dándole un chirlo en la nuca, por pavo.