Escribe Silvina Scaglia, Lic. en Nutrición
En nuestro cuerpo existen algunos órganos que, pese a no ser demasiados conocidos, resultan vitales. Uno de ellos es el páncreas, una glándula que se aloja en la parte alta de la cavidad abdominal y que entre las varias funciones que cumple, hay una que se destaca sobre las demás: es la única fabricante de insulina, una hormona imprescindible para el buen funcionamiento y aprovechamiento energético de la glucosa o azúcar. Esto significa que cuando por alguna razón el páncreas deja de producir insulina o lo hace en forma insuficiente, la glucosa que debe llegar a los tejidos celulares no se asimila y circula abundantemente por la sangre. Esta situación anormal da origen a la diabetes.
La glucosa es un azúcar indispensable para la vida, el cerebro tiene la habilidad de tomar directamente del riego sanguíneo la dosis que precisa. Pero hay otros órganos que no disponen de ese talento y no son capaces de adueñarse de la más mínima cantidad de combustible y necesitan un aliado para que les suministre ese preciado elemento.
Al aumentar en la sangre los niveles de glucosa, por ejemplo, después de una comida rica en hidratos de carbono, el páncreas libera unas minúsculas gotitas de insulina, la hormona que tiene la maestría de atrapar las moléculas de azúcar que viajan por el torrente sanguíneo para guiarlas por el organismo. Claro que cuando algo falla en la producción o liberación de insulina, la glucosa se acumula en la sangre sin poder ser aprovechada y se rompe el equilibrio: la diabetes entra en escena. Los síntomas más comunes son aumento notable de la sed, orinas abundantes y apetito voraz. Asimismo, pueden evidenciarse señales de decaimiento, pérdida de fuerzas y disminución del rendimiento intelectual, entre otros.
Si bien por el momento no es una enfermedad curable, es posible controlarla y gozar de una buena calidad de vida.