Son días de Mundial, y a los que no pudimos asistir a esta fiesta del fútbol y de la vida, nos dan unas ganas incontenibles de salir a prender fuego todos los autos del centro, parques públicos y toboganes para luego, ante el juez, echarle la culpa al calentamiento global.
Ocurre que ir a una Copa del mundo es sinónimo de viaje elemental. Y más cuando la cita es en Brasil, país conocido por su alegría, su desfachatez y sus innegables vínculos con Dios que hacen que siempre gane. Sí, una experiencia única, incluso cuando implica tener que cruzarte diariamente a 150 mil porteños haciendo alarde de la supuesta superioridad criolla (que tomando aspectos como la economía, la educación, la ética y fundamentalmente el fútbol, queda claro que no existe), flameando banderas con nombres tan irritantes como Villa Luro, Hurlingham o Gregorio Laferrere.
A pesar de eso, decíamos, el Mundial es una cosa de locos. Una cita global que más allá de la pasión que despiertan los 22 tipos que en la cancha se dejan el cuerpo y el alma para poder firmar un contrato multimillonario con Adidas, exhibe su máxima virtud en la comunión de razas que corporiza. Porque las calles del país anfitrión se convierten en portfolio de la diversidad: ahí van los mexicanos emperifollados en originales disfraces abrazándose a los negros de Costa de Marfil y su colorida vestimenta, los argelinos subidos a los hombros de unos italianos que bailan la tarantela, y los japoneses de ojos rasgados que se mezclan con los alemanes y sus buenas intenciones pero poquísima onda.
Y en medio de la hermandad entre los hombres, cuando el amor y la comprensión gana la atmósfera, las palmas se elevan al cielo y sólo falta que venga Michael Jackson a cantar “We are the world, we are the children”, el árbitro da por iniciado el partido, y el codazo en el tabique que se come el iraní de al lado no tiene nombre.