San Petersburgo, al noroeste de Rusia, es una de las ciudades más cautivantes del mundo. Eso siempre que uno no vaya en invierno y se coma su frío implacable. Cuando hacen 30 grados bajo cero y el sol se esconde a las cuatro de la tarde, sólo dan ganas de reflexionar sobre lo dura que es la vida. Tan oscuros son los sentimientos entonces, que los muñecos de nieve que hace la gente tienen la cara de Dilma Rousseff.
Con todo, la segunda metrópoli más grande de Rusia cuenta con suficientes atractivos para ganarse el laurel del viajero. Una urbe soberbia, de marcado perfil imperial, que se refleja en los enormes y refinados palacios, en las elegantes iglesias y en los parques de gala. El patrimonio arquitectónico (con predominio del neoclásico) enumera lugares cómo el célebre Museo Hermitage (uno de los más prestigiosos del mundo), el Palacio legislativo, la Fortaleza de San Pedro y Pablo y la bellísima Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, que ya con el sólo nombre deja en claro el espíritu risueño y amigable de los locales.
Aun más puntos suma esta ciudad que se extiende a orillas del río Neva, cuando se le empieza a descubrir su interesantísima historia. Fue fundada hace alrededor de 300 años por el zar Pedro el Grande para convertirse en cabecera del imperio ruso y umbral a Europa y occidente. Después tuvo un papel preponderante en la Revolución Bolchevique de 1917. A partir de entonces pasó a llamarse Petrogrado y, tras la muerte del líder comunista Lenin en 1924, Leningrado. En 1991 retomó su denominación actual, que se mantendrá hasta que a algún trasnochado se le ocurra homenajear al actual presidente Vladimir Putin y ponerle “Putingrado” o “San Putín”, para alegría de los hispanohablantes.