Por Pepo Garay Especial para EL DIARIO
El noroeste de Mendoza tiene unos paisajes sencillamente espectaculares. Y ahí está Uspallata para gozarlos y para hacer gozar a quienes los visiten, la cordillera que se aprecia diáfana. Gambetas de cerros multicolores marcan un valle que se abre y le sienta bien al pueblo, que con 10 mil habitantes desparramados por la aridez mechada de verde, son dichosos.
Cómo para no estarlo, con la pureza del ambiente, la tranquilidad imperante y unas pinturas en el rededor que hipnotizan, al paso del río Mendoza y arroyos dueños de algo de magia, las cumbres nevadas mirando. Grande el premio, a 110 kilómetros de la capital provincial (750, desde Villa María).
De verdad que están desparramados los paisanos, en una localidad que es larga y espaciada, como siguiéndole el juego a la ruta nacional 7, la que después encara con firmeza hacia el Paso Los Libertadores y hacia Chile (la frontera dista a 85 kilómetros). Se los ve entre manojos de hoteles, cabañas, restaurantes y algunos comercios focalizados en el “turismo aventura” (que ofrecen excursiones de escalada, rafting y otras actividades del rubro), con mucho de abrigo en inverno, pero siempre, o casi, acompañados de un sol que por estos lares es titular indiscutido.
Igual de pertrechado que los lugareños, el viajero se dispone a dar una vuelta, a deleitarse con lo natural de la zona. Desde el mismo pueblo se distinguen unas postales preciosas y basta con alejarse pocas cuadras de la civilidad (que, de cualquier forma, es escasa y callada) para aumentarle las chances a las sorpresas. En ese sentido, lo primero para ver es el cerro de los Siete Colores. Un clásico que a un par de kilómetros del centro remite inevitablemente a su célebre homónimo de Purmamarca. Lo cierto es que éste es menos febril en tonalidades que el jujeño, pero hay que ver lo bien que le quedan los franjones de violeta y verde, los techos marrones y extraños que lo completan en línea horizontal, para darle el valor que merece.
Rumbo norte
Después hace falta otear el cercano cerro Tunduqueral, distante a 7 kilómetros del pueblo, hacia el norte. Surge de la estepa la colina, no muy espigada, y de sus misterios brotan pinturas rupestres hechas por los aborígenes (¿los huarpes acaso?) hace por lo menos un milenio atrás. Muy cerca de allí se encuentra el Bosque de Darwin, repleto de coníferas y de sedimentos de más de 200 millones de años de antigüedad, descubiertos por el famoso científico.
Aquella zona discurre bordeando la preciosa Sierra de Uspallata. Una cadena que se puede atravesar por el área de Paramillos de Uspallata, en la que destacan las ruinas del mismo nombre (que iniciaron los indígenas y continuaron más tarde los jesuitas). Asciende el camino en forma de caracol, exhibiendo unas panorámicas montañosas soberbias. La ruta lleva hasta los casi 3.000 metros de altura (Uspallata está a menos de 2.000), pasando por Villavicencio (conocida por la marca de agua mineral) y sus termas, la Cruz de Paramillo y diversos miradores desde donde el Aconcagua (el parque provincial homónimo se ubica a 80 kilómetros, muy cerca del centro de esquí de Los Penitentes y el puente del Inca) y la cordillera de los Andes en general se aprecian en todo su esplendor. Mucho antes, el monumento de Pampa Canota rinde homenaje al Ejército de los Andes, el del imposible cruce de la cordillera.
Al respecto, cuentan cosas Las Bóvedas, tres cúpulas perdidas en el campo que servían como hornos de fundición (se dice que allí se hizo algo del armamento utilizado por el Ejército de los Andes) y que hoy hacen de Museo Histórico. Alrededor descansan las montañas y sus poesías, magníficas.