Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
En las afueras, Núremberg hospeda con vergüenza el Campo Zeppelin, una especie de estadio al aire libre y sin tribunas que se hizo famoso merced a los multitudinarios actos políticos organizados por el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. En los altares hoy derruidos se paraba Adolf Hitler y arengaba a las almas, medio millón de ellas, las que en la nombrada “Ciudad de los Congresos Partidarios del Reich” se juntaban a alabar anualmente a su líder y guía. Sabe a desconsuelo el cemento, a perdón. Distinto al Volksfestplatz, en el centro moderno, donde varios jerarcas del movimiento nazi fueron juzgados y condenados (1945-46).
Con todo, esta preciosa ciudad del sureste alemán ofrece mucho más que aquellas sombrías y vitales anécdotas. Porque en su médula descansa un casco histórico de ensueño, de los más bonitos de Europa, a partir de la traza que le marcan las épocas medievales. Rodeado de cinco kilómetros de murallas (construidas en el Siglo XIV), el regalo llama a la imaginación, a los caballeros, a las doncellas, a los trovadores. Se enciende el viajero con la idea, y le entra nomás.
Murallas adentro
Descollando en el catálogo de referencias románticas, se alza implacable el Castillo de Kaizerburg. Monumental la estructura, una fortaleza como la de los cuentos, como tiene que ser, con sus murallas y sus torres, puertas gigantescas, mística por doquier. Emblema del poderío teutón durante la Edad Media, fue lugar de residencia temporaria de casi todos los emperadores del Sacro Imperio Germánico entre los siglos XI y XV. Deambulan los espíritus del pasado, suben y bajan las escaleras, husmean las caballerizas, los patios, la capilla románica.
Pegado al castillo, se desenvuelve el propio casco. Caminarlo resulta una experiencia sublime, por lo mágico del ambiente, el peso del acervo histórico. Todas las estructuras tienen el semblante de hace 500 años o más (a pesar de las reformas realizadas luego de los bombardeos aliados dela Segunda Guerra Mundial). Los locales caminan cual rutina por las peatonales, payos y serios, amables cuando se les pregunta sobre esto y lo otro, dónde comer unas buenas salchichas con chucrut, cómo llegar al río (que cruza el hormigón con pintas de cajita musical). El visitante, en cambio, va iluminado y sonriente, prendido del cuello de las casas altas y techos a dos aguas, bien de Baviera y de las obras que se diferencian del continuum.
En ese sentido, destacan las iglesias de San Lorenzo y San Sebaldo, el Torreón Königstorturm, el Hospital del Espíritu Santo (por debajo se ven pasar las aguas del río, cual postal), la Lonja de Aduanas y Königstor (o puerta del rey, principal acceso a la parte vieja). También el Haupt-markt, un mercado que se abre en la plaza central y que es ícono de las navidades centroeuropeas. Muy cerca de allí aparece la casa-museo del pintor Alberto Durero, gran figura del Renacimiento.
Para el final, sobreviene el paseo por el Patio de los Artesanos, un antiguo patio de armas que comparte tónica con el resto del mapa, aunque gana en intimidad, con sus callejones estrechos e intrincados. Los accesos dan a Königstor Strasse, la principal arteria dentro de la ciudadela, peatonal y adoquinada como la mayoría. Habrá que aprovecharla lo más que se pueda, antes de cruzar nuevamente las murallas y volver a la realidad pura y dura.
