Los egipcios, que se pasaban la mayor parte del tiempo caminando de costado con una manito adelante y otra en la espalda por miedo a que el dios Ra les partiera un palazo en la columna, ya habían diseñado un modelo de bicicleta: dos ruedas unidas con una barra. Los chinos también se encargaron de imaginar la quimera, pero la dejaron a medio acabar para centrarse en sus otros inventos legendarios, como la pólvora, el papel o los fideos esos que se hacen en dos minutos y que son más fieros que ver TN.
Después vino Miguel Angel, y en el epílogo del Siglo XV dibujo un prototipo de bicicleta. Se durmió en los laureles Buonarrotti y no le metió el copyright. Entonces el herrero escocés Kirkpatrick Macmillan, que ya de chiquito se copiaba en las pruebas, hacia trampas en la rayuela y entregaba compañeritos al servicio de inteligencia británico, robó la idea para materializarla en 1839. Pero tampoco él la patentó y otros se llevarían el crédito. “¿Crédito? ¿Qué es eso?”, dice un empleado de banco criollo.
Todo este repaso histórico sirve para homenajear a ella, la más linda de todas, la bicicleta. Ese elemental medio de transporte que los hijos del rigor tienen en menos, pero que el viajero eleva hasta insignes pedestales, donde descansan Messi y el que le tiró un zapatazo a Bush. Ocurre que la bicicleta, sencilla y austera como es, se gana la gloria al permitirnos trasladarnos a piacere, mejorando nuestro estado físico, cuidando el medio ambiente y ahorrándonos dinero. Y lo que es más destacable, generando unas fantásticas visuales en movimiento que el auto o el colectivo no pueden brindar. Es como para pensarselo y darle una nueva oportunidad a la fiel “cleta”. El bicicletero del barrio, que ya hipotecó la casa tres veces, feliz.