Galpones abandonados y sitios baldíos, árboles cargados de amarillas bumbulas y postes de la luz de cemento envejecido, despensas con pálidos foquitos y novela televisiva aturdiendo la clientela, casas antiguas a punto de caerse y otras decididamente demolidas o a la venta, garajes familiares convertidos en taller de chapa y pintura y livings vueltos verdulerías. Pero por sobre todas las cosas autos varados en la calle, autos que nunca más fueron arreglados y duermen un sueño de barcos encallados que no volverán al mar. Así se ve la calle Gervasio Posadas y su paralela, Tucumán, en ese pedazo de barrio que antes rodeaba la cancha de Alumni. Sin embargo hoy, el caserío de esas calles se parece a una tribuna velando a un fantasma.
Hasta hace pocos años y tras la demolición del pequeño estadio (a fines de los noventa), el barrio se empezó a quedar vacío, sin la referencia obligada alrededor de la cual se había ido construyendo su universo. Y así, dejaron de tener razón de ser tantos bares, tantas despensas, tantos talleres mecánicos, tantas casas de repuestos. Y de a poco sus fachadas se volvieron tristes y acaso más borrosas como si los ojos de sus ventanas que ya no enfocaban la cancha hubieran decidido disolverse en la indiferencia. Y así las asoló el éxodo, el olvido o la decadencia. Y lo que sobrevino después fue un paisaje similar al de una ciudad abandonada que luego se fue poblando sin llegar jamás a completarse. Y es que había un verdadero cráter en aquel centro descampado. Un cráter que duró más de diez años. Como si un meteorito hubiese caído en el hueco del viejo estadio. Sin embargo, tras el “boom” sojero y la revalorización inmobiliaria en la ciudad a principios de este siglo, aquel descampado se fue poblando de monoblocks y edificios nuevos. Y hoy, el corazón de barrio Lamadrid se ha quedado mirando esas construcciones cuadradas y sin alma, donde surge cada tanto un pedazo de terreno salvaje. Acaso un fragmento del área grande norte o una parte de la extribuna sur.
En este rincón de la ciudad, los domingos son particularmente agrios. Porque los garajes están callados y las despensas cerradas. Porque casi nadie anda por la calle Gervasio Posadas o Tucumán, excepto algún chico o alguna señora que hace las compras. Porque las viejas casonas de ladrillo parecen señoras de otro tiempo que han aprendido a convivir con desgano junto a frívolas jovencitas de hormigón. Y por eso es que muchas han elegido la caída final o el silencio, la venta o la muerte.
De vez en cuando, los más viejos recuerdan las tardes doradas de fútbol. Son hombres que toman vino blanco al caer la tarde en el club Los Peregrinos o se encuentran de casualidad en una esquina. Y entonces, como si hablaran de una película que sólo ellos vieron, refieren los tiempos en que ese descampado era un coliseo convocando a miles de hinchas, población cuya demografía jamás volvió a multiplicarse. Por eso es que los domingos son agrios en el viejo corazón del barrio Lamadrid. Porque ahora sólo se escucha el viento colándose entre las muelas que le faltan a esa dentadura de hormigón del centro. Un helado viento sur que sopla con el aullido de los perros y durante unos segundos parece el grito de un gol gritado en el pasado. Pero es sólo una ilusión del deseo y la memoria, como escuchar el mar con un caracol en el oído. Mientras tanto, un chico da vueltas en bici con una camiseta de Messi y un hombre lo mira desde una ventana. Y es como si se viera a sí mismo hace cincuenta años yendo a patear con los chicos del barrio vestido de Onega o de Rattín sin sospechar que alguien lo saluda sin esperar respuesta desde el interior de una casa muerta.
Iván Wielikosielek
Especial