Desde hace más de veinte años, Cristina López y Mirta Chávez trabajan como encuadernadoras en la ciudad. Desde su taller de calle Sobral hablaron de un oficio que combina la meticulosidad del filólogo con la paciencia del orfebre, los conocimientos de química con la inventiva y que, sobre todas las cosas, exige un amor incondicional por la literatura
Pocos mettiers le reportan tantos beneficios a la cultura como el de encuadernador. Y es que, como si se tratara de sanadores milagrosos, estos verdaderos “doctores de libros” tienen la capacidad de devolver la vida a esos tomos heridos de muerte; a esos volúmenes agonizantes que, separados de los estantes y puestos en bolsas de consorcio palpitan (y acaso también presienten) la inminencia del basurero. Sin embargo, no todos los “amos” de esos espíritus de papel y tinta (porque un libro siempre será la posibilidad de existencia de un espíritu a través de un cuerpo de papel y una sangre de tinta), no todos esos dueños de almas tiran las bolsas a la vereda. Algunos la llevan al taller de encuadernación. Y poco tiempo después, a cambio de una suma con la que no se compraría uno solo de esos volúmenes, se los traen restaurados a su casa; como tras haber sido sanados por un milagro de oración.
Y bien, en la ciudad de Villa María esas manos milagrosas tienen nombre y apellido: Cristina López y Mirta Chávez; alquimistas restitutivas con capacidad de volver a la vida ediciones dadas por muertas, médicas que sacan de terapia a esos tomos que palpitan en una bolsa como una jauría de cachorros que no se resignan a perecer en el basural, cirujanas de trincheta y aguja, entablilladoras de engrudo y cartón. Cristina y Mirta. Hacedoras de uno de los oficios más preciosos de la Tierra: devolver la voz a los escritores silenciados por las polillas de este mundo.
Cristina, pionera en la ciudad
“Aprendí a encuadernar gracias a mi papá, que había sido bibliotecario en el Banco Central de Buenos Aires. Después se casó con mi mamá y se vino a vivir a Camilo Aldao, que es mi pueblo, y se puso una herrería. Pero él siempre fue muy lector. Por eso en casa había libros y revistas de todo tipo. Como en mi adolescencia no había Internet, para llevar información a la escuela había que revisar ese material que estaba suelto. ‘Ya lo voy a encuadernar’, nos decía mi papá. Hasta que llegó el día. Yo tenía 14 años y él nos llamó a mis hermanas y a mí, nos hizo unas herramientas básicas y empezamos. Encuadernamos y arreglamos absolutamente todo lo que había en casa. Y cuando terminamos, estábamos tan entusiasmadas que le dijimos ‘¿Y ahora qué, papá?’ Y él nos dijo: ‘Ahora ponen un cartelito en el quiosco y empiezan a trabajar de esto’, nos dijo. Y así empecé”.
-¿Y cómo llegás de Camilo Aldao a Villa María?
-Me vine a estudiar para maestra jardinera, me recibí y al poco tiempo me casé . Pero desde que estoy acá siempre encuaderné. Lo hice para particulares y también para bibliotecas mientras daba clases. Al poco tiempo nació mi segunda hija con discapacidad, y entonces dejé de dar clases y seguí haciendo el trabajo en casa. Pero un día necesité salir del encierro. Me dije “tengo que poner el taller porque si no, reviento”. Así que lo puse y me ahorré el psicólogo… (risas) Así nació “Intonso Encuadernaciones”…
-¿Y cuándo se te une Mirta?
-Por ese entonces, Mirta me cuidaba los chicos y la convoqué para que me ayudara. ¡Y aprendió mucho más rápido que yo! (risas). Eso fue en el año 1992, cuando estábamos en la calle José Ingenieros. Pero en el ´95 nos vinimos acá, a Sobral 584. Era un local de una tía de mi marido que supo tener una mercería. El local estaba desocupado pero la familia no me lo quería dar. Decían que con este trabajo me iba a morir de hambre…
-De hecho es lo que muchos pensarían…
-¡Es que la encuadernación es un trabajo que al principio no te da de comer! Y ni siquiera sabés cómo te va a ir porque no es algo regular. Dependés de quienes necesiten del servicio. Gracias a Dios, después de muchos años la rueda gira sola y los clientes vienen de boca en boca…
-Hay muy poca gente que hace este trabajo en la ciudad, y ustedes son las únicas con local…
-Sí. Hay gente en Villa María que ya no encuaderna porque se jubiló, pero todavía quedan algunos privados, como un señor Sosa que trabaja desde su casa. Muchas veces, el hecho de tener un local hace que la gente que pasa te pregunte. Una vez, una mujer me dijo “No sabía que existía este oficio. ¡Yo creía que a los libros viejos se los tiraba!”.
-¿Cómo está formada tu clientela?
-Tenemos clientes de todas las edades, desde chicos del jardín de infantes hasta personas de la tercera edad. Hay lectores, coleccionistas, estudiantes … Los chicos del jardín traen los libros solitos porque si los devuelven rotos a la biblioteca, las penalizan a las mamás…
-¿Qué es lo que más solés encuadernar?
-De todo lo que te puedas imaginar… Libros, revistas, fascículos, apuntes, tesis universitarias… Cuando hay una tesis hacemos hasta ocho ejemplares de un mismo trabajo. Pero lo que predomina siempre son los fascículos.
-¿Se siguen comprando fascículos?
-¡Muchísimo! La gente los colecciona porque cuesta desembolsar 500 pesos en una enciclopedia. Pero si vas pagando cada cuadernillo con el diario, se hace mucho más liviano. Y cuando acordás, tenés un libro. Los fascículos de historia y geografía de Córdoba son lo que más traen.
-¿Internet no boicoteó tu trabajo ni el de las enciclopedias?
-¡Todavía no! Además, últimamente los profesores les piden a los chicos que traigan los textos de los libros citando la fuente. La información que se consigue en Wikipedia es factible de ser intervenida, por lo tanto no es fidedigna. Independientemente de los errores que pueda tener un libro, fue impreso con todos los datos necesarios para ser citado. Yo creo que Internet es un complemento del libro; pero que con Internet sólo no alcanza.
-Además de arreglar y encuadernar, también restaurás…
-Sí. Arreglar y restaurar son dos cosas muy distintas. La restauración implica un estudio profundo de química hasta de la fabricación del papel. Un libro, por ejemplo, se puede lavar. El año pasado recibimos a un amigo encuadernador de México que nos dio un curso de lavado del papel y cómo reponer las partes faltantes de un libro.
-¿Te referís a los huecos y roturas de las páginas?
-Claro, porque los libros se apolillan y se los comen los bichos, y entonces el papel se degrada. Quedan roturas o agujeritos que son el camino de las polillas. Eso se arregla, sólo que es un proceso que necesita no sólo de conocimientos y materiales especiales sino de un lugar especial. Yo hago restauraciones básicas. Por eso cuando me viene un libro difícil, le fabrico una caja libre de ácido que lo contenga; para que por lo menos se preserve.
Oficio que armoniza el espíritu
-¿Cómo definirías el trabajo de encuadernador?
-Es muchas cosas juntas. Es un oficio para el cual tenés que saber muchos otros oficios; como costura, bordado, talabartería, dorar con pan de oro... Y tiene mucho de arte también, porque hay libros que son obras en sí mismas y para repararlos hay que saber de grabado, de xilografía, sistemas de impresión… Hay que saber cómo tratar a un libro, desde técnicas muy artesanales hasta otras más mecánicas, y sobre todo tener mucho amor por la literatura y la lectura. Todo lo que ves en esta mesa lo hemos leído con Mirta (risas)
-¿Y cómo se trata un libro?
-Cada libro es un mundo distinto. Algunos te llevan un mes de trabajo porque hay que esperar muchos días para que se sequen y luego coserlos o rebajar el cuero. Otros tienen hasta 50 pasos antes del arreglo… A veces demoro en entregar un libro porque no es fácil tomar la mejor decisión para intervernirlo…
-¿Cuáles son los libros más antiguos o más curiosos que te ha tocado encuadernar?
-Uno de los más lindos fue la edición manuscrita de “El Sol”, un periódico villamariense que se hizo en 1883. Lo trajo el doctor Sayago, que ya falleció. Ese ejemplar ahora está en la biblioteca de un colegio de Villa Nueva. Fue hermoso hacer ese trabajo porque siento que ayudé un poco a la historia de la ciudad. También acabo de encuadernar un Quijote con unas ilustraciones alucinantes. Le hice una tapa con papel artesanal que preparo con una técnica turca de tintas flotantes. Quedó hermoso, ¿no te parece?
Y Cris me muestra una fabulosa edición del ingenioso hidalgo, de la cual se sentiría orgulloso el mismo Cervantes. Luego examino la mesa de trabajo y veo una alucinante biblioteca de libros reunidos al azar. Un “Diccionario filosófico”, de Voltaire, muy antiguo; las “Memorias del general Miller”, de 1910, una biografía de Napoleón, un diccionario de latín, una “Divina Comedia” con ilustraciones, una “Vida de Sarmiento”, de Gálvez, por editorial Tor, y muchos fascículos de Doña Petrona que, según la dueña del local “nunca faltan”.
En el aire del taller hay un acre olor a cola de enblocar que a los pocos minutos se torna adictivo. Botes de cola de carpintero, engrudo de encuadernación, cueros y cartones. Todos los materiales componen un combo olfativo que se ha vuelto una evanescente sinfonía de perfumes en el aire. Y esos perfumes predisponen a la alegría. “Es por eso que nos vas a ver siempre riéndonos, comenta Mirta. Y las dos mujeres largan una sonora carcajada que confirma la frase. Además, las dos somos del signo de acuario, por eso es que la buena onda está garantizada”.
Pero mientras prepara el telar, Mirta se pone repentinamente seria. “También te quería comentar que eso que dijo Cris es muy cierto: este lugar te armoniza. A nosotras nos pasa al revés que a esa gente que llega al trabajo y se estresa. Nosotras llegamos acá y entramos en sintonía con los libros, con este trabajo que es reparador y que te hace olvidar que tuviste un día malo”.
Entonces Cris, que cepilla el interior de un diccionario, agrega: “Con Mirta nos complementamos de manera fantástica. Este trabajo es una pasión y las dos extrañamos el taller los fines de semana… ¡A tal punto que tengo una pequeña sucursal en casa! (risas). El taller me ayudó mucho cuando tuve que pasar por problemas graves. Una hija discapacitada no es algo fácil y a veces dejás de ser persona para poder ayudarla. Por eso, que una se junte a trabajar con una amiga muy querida o que la gente te alimente el espíritu, no tiene precio. Porque algunos trajeron un libro roto que casi lo tiraban a la calle, pero después se fueron con una edición que los hace sentir orgullosos y te felicitan. Aunque sea un libro de poemas trillado que le regaló el novio o la abuelita. Es maravilloso ser testigo de esa felicidad de la gente. Es parte de la magia que tiene ser encuadernador”.
Iván Wielikosielek
Imágenes:
F1: Mirta Chá́vez y Cristina Ló́pez.
F2: Mirta al telar reparando las hojas de una enciclopedia.
F3: Limpiando las costuras de un viejo diccionario.
F4: Cristina y un Quijote que acaba de encuadernar
F5: En la mesa de trabajo, con papeles artesanales