El mundo está repleto de pueblos maravillosos que dan vida a las más diversas tradiciones, y así dejan bien en alto su cultura, a unos 3.700 metros sobre el nivel del mar, más o menos.
Pero a esas mismas gentes a veces también se les va lo entrañable al diablo, fundamentalmente cuando en materia de engaño se involucran. Algunos vicepresidentes saben muy bien de lo que estoy hablando.
Todo esto viene a cuento de una longeva práctica culinaria que en Filipinas se lleva a cabo con devoción y que es transmitida de generación en generación: comer cabra. Un plato que vuelve locos a los habitantes de la Nación asiática, al punto de arrastrarlos a una confusión inaudita: el último hombre del archipiélago al que se le ocurrió dejarse la chiva, amaneció con el cuero crocante y rodeado de papas al horno.
El problema aparece cuando los vivos de siempre se aprovechan de la costumbre para hacer de las suyas. Sabido es, entre los filipinos, que algunos cazan perros de la calle y venden su carne haciéndola pasar por cabra, sacando ventaja del parecido de las mismas.
La diferencia más notable, con todo, radica en el olor. Por eso los muy bandidos lavan la carne de perro en la salada agua de mar y después la bañan en sangre de cabra para despistar al cliente.
“Deme una de esas deliciosas cabras que tiene ahí, pero sáquele el collar” le dice un inocente ciudadano de Manila, la capital, al carnicero. “Ejem... sí, sí, ya mismo”, responde este último entre sudores. Cerquita estuvo de pisar el palito.
En fin, que queda bien en claro que también en malandras y sotretas anda copioso este bendito planeta. Si no, fíjese en el truhán de su hijo, que ya enterado del artilugio, lo ve al “Toby” y se frota las manos.