La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por su sigla en inglés) declaró a la Quebrada de Humahuaca Patrimonio de la Humanidad en 2003, utilizando argumentos que exceden la inconmensurable belleza que presenta. Ocurre que este valle ubicado en el centro-sur de la provincia de Jujuy es un referente de la historia de la civilización americana, con huellas de actividad humana que se remontan a más de 10 mil años atrás. Descendiente de aquellos movimientos, el actual tesoro cultural da a la región un aire excepcional.
En concreto, el circuito se extiende por aproximadamente 120 kilómetros, desde las adyacencias de Volcán (unos 40 kilómetros al norte de la capital, San Salvador de Jujuy) hasta la zona de influencia de la localidad de Humahuaca. Siguiendo los vericuetos del Río Grande mientras sube en metros sobre el nivel del mar, es la ruta 9 la que define el paseo, dejando a los dos costados cordones montañosos de espectacular figura, pueblos copiosos en tradiciones indígenas y varios placeres en el alma.
El recorrido, paso a paso
Apenas el viajero abandona la ciudad de San Salvador de Jujuy, no delira. Falta todavía para que sucumba a las proezas del camino, que pase Yala, León y el rededor de mayoría verde y se le abra un mundo nuevo en la amplitud de La Quebrada. Mucho más seco se pone el cuadro, los cerros de mil formas lanzando colores y el asfalto de tránsito pausado que empieza a dialogar entre respingos. Paradisíaco, sí; emocionante, también, un portento que es de Argentina y es del mundo.
Así de sabrosa arranca la aventura y ya se desparraman los pueblos, que con el calor de su gente coronan el milagro de la naturaleza. En resumidas cuentas y con rumbo al norte, el listado de paradas muestra el siguiente orden: Volcán, Tumbaya, Purmamarca, Maimará, Tilcara, Huacalera y Humahuaca.
El primer par de objetivos trae resumen de idiosincrasia. Habitantes de marcados rasgos indígenas y simpleza en flor remueven el polvo con los zapatos rotos y un temple que se envidia, tanta falta de estrés en esas miradas, tanto carnaval en los veranos. Viven con poco, en casitas de adobe y ladrillo así nomás, en compañía de mulas, cabras, burros y de unas panorámicas que a cualquier mortal lo pueden. En Volcán destaca la laguna homónima y en Tumbaya la pintoresca iglesia nacida en los finales del Siglo XVIII.
Después llega Purmamarca (para arribar a su seno hay que desviarse unos 4 kilómetros hacia el oeste, por ruta nacional 52), acaso el punto más trascendental del paseo. Se sabe de sus joyas: puñado de manzanas con calles de tierra, mil habitantes, Cerro de Siete Colores que es de lo mejor que da el país, el Paseo de los Colorados, parroquianos que juegan al futbol en pulóver y al sol eterno en una cancha de ripio rodeada de ondulaciones, cactus y gallinas.
Continuando el circuito, que va en ascenso promediando los 2.000 metros sobre el nivel del mar, surge Maimará (y su cementerio como vanagloriándose en la ladera multitono) y la Posta de los Hornillos, importante centro de descanso en la época del Alto Perú (hasta Belgrano y sus tropas lo hicieron cuartel general durante las guerras de la independencia). Explota entonces el híbrido de lo colonial y lo precolombino, sobre todo al ver lo que depara Tilcara, al lado. Allí respira el Pucará de Tilcara, antigua fortificación de los omaguacas ante los embates enemigos (los incas, por ejemplo), que sirve como la muestra más contundente del legado indígena. En cuanto a lo puramente natural, el mayor aliciente se llama la Garganta del Diablo. La vecina Huacalera, en tanto, colabora en la mixtura de siglos con el Pucará de Molla, la Posta de Huacalera y una iglesia repleta de pinturas cusqueñas.
Ya para el final, Humahuaca da el festín colonial con calles empedradas y una coyuntura de mucha raigambre jujeña, antes de que la quebrada se extinga para darle paso a la puna y a las alturas.