Siempre me atrajo poderosamente la atención esa gasolinera abandonada que hay a orillas de la ruta 9, justo en la entrada oeste de la ciudad. Se trata de una estación de servicio de los años 90 que se ha vuelto plataforma baldía o taller de camiones. Y de su viejo esplendor de shopping del camino, apenas si ha quedado la desnuda carcasa de su estructura; un techo de hojalata con seis parantes de hormigón que lo sostienen. Como si todo su lujo hubiese sido volado en un atentado terrorista. En su explanada de cemento cuarteado, que ha empezado a ganar la gramilla, no se levantan ya ni surtidores de combustible ni cartel de empresa petrolera alguna. Tampoco los boxes del antiguo lavadero ni las mesas fijas del bar las 24 horas. Tan sólo queda, como una lejana e imperceptible huella de su glamour distante, el cartel destrozado de una telefónica que, por ese entonces, desembarcaba en el país.
A pesar de no tener más de 20 años de existencia y apenas la mitad desde que fue levantada, aquella gasolinera parece más vieja que las casonas del Siglo XIX que aún quedan en el casco céntrico de la ciudad. Y acaso este efecto desolado obedezca a que sus “hermanas generacionales” no padecieron el olvido; es decir, fueron demolidas o remodeladas, pero jamás abandonadas a orilla de la ruta. Sin embargo, contra viento y marea, ésta permanece absurdamente de pie, como una muchacha que, sin ser vieja, pasó de moda y ya nadie más la mira. Y es que esta “chica de latón” no es demasiado antigua para ser una reliquia, pero tampoco lo demasiado joven como para estar en el candelero. No usa los clásicos vestidos de antaño que remarcaban el ascendente social ni las calzas posmodernas del presente que aprietan las formas. Más bien se obstina en un absurdo pantalón de jean de los años 90, uno de esos que no se usan ya ni se tiran a la calle ni se venden siquiera de segunda mano. Ella pertenece a ese breve período en que el país levantaba una arquitectura tan endeble y fugaz como la promesa de un primer mundo. Ella no es de los tiempos en que las cosas se hacían para durar, como las casas de estilo colonial del Siglo XIX. Ella es flor de un día, a caballo entre el Siglo XX y el XXI, pero sin ser exactamente de ninguno. Y por eso, a pesar de sobrevivir de pie, aún no tiene valor histórico ni produce nostalgias retrospectivas. Tampoco produce dinero a esos mercenarios que dicen cuidar el patrimonio cultural de un pueblo sólo cuando algo tiene más de 200 años y produce ganancias de a miles. No. Ella no le da plata ni prestigio a nadie. Y sus latones oxidados no son vistos como piedras fundacionales del primer mundo prometido, sino como lápidas de un pasado muy doloroso, ese que hay que enterrar y que, mientras tanto, no descansa en paz.
Ha de ser por eso que esta gasolinera me produce tanta fascinación como tristeza. Porque nadie la tiene en cuenta y pasa desapercibida como una chica fea. Porque nadie repara en su belleza pasada de moda y, como tantas arquitecturas originales, se la deja caer hasta el derrumbe final o la desaparición.
Quizás dentro de 50 años se recuerden con nostalgia las estaciones de servicio de los 90, que se levantaron casi como un espejismo paralelo a las promesas capitalistas. Pero para ese entonces, quizás, ya no exista ninguna. La chica de hojalata se habrá ido para siempre con su belleza incomprendida. Porque la dejaron tirada en un rincón y se quedó sola esperando en vano que alguien la cuide y la corteje. Que algún caballero la trate como la dama que es y en medio de los colectivos que aún cobija bajo sus brazos destrozados de latón, la saque a bailar.
Iván Wielikosielek
Especial